Alrededor de la luna de Julio Verne página 2

―¿Qué es eso? ¿Acaso es una nave espacial? ―preguntó muy preocupado.

―No ―respondió Barbicane asustado.

Lo observó por un momento, hizo algunos cálculos para saber si era posible que chocara con ellos o los empujara lo suficiente como para desviarlos de su camino. No alcanzó a terminar de estudiar las posibles consecuencias, pues el objeto pasó muy cerca de la nave y a toda velocidad. No los tocó, pero se llevaron un buen susto.

―¿Qué fue eso? ―preguntó Ardan aún pálido.

―Es un simple meteorito que ha estado dándole vueltas a la Tierra ―respondió Barbicane.

―¿Es otra Luna? ―dijo Ardan.

―Podríamos decir que sí. Sólo que como es tan pequeña y veloz, desde la Tierra no podemos verla. Es tan rápida que le da la vuelta al mundo en tan sólo tres horas y veinte minutos. Algunos científicos no creen en su existencia, pero nosotros acabamos de comprobarla.

Los tres viajeros se quedaron pensativos observando a lo lejos la Tierra y el resto del Universo que era atravesado por muchas estrellas fugaces. Pensaban en todos los secretos que guardaba aquella profunda oscuridad a lo lejos. Pero sobre todo, no olvidaban que la Luna era ahora su destino. Después de tanta agitación, el cansancio los venció y se quedaron dormidos.

Después de largas horas sin despertar, los ladridos de uno de los perros que llevaban los levantó de un salto.

―¡Los perros, nos hemos olvidado de ellos! ―dijo Nicholl muy preocupado.

―Deben tener hambre  —respondió Barbicane mientras sacaba comida.

Al mismo tiempo, Ardan buscó a los perros, pues los escuchaban pero no los veían. Hasta que por fin uno de ellos salió con una pata lastimada. El despegue había hecho que terminara herido y ellos no se habían dado cuenta.

De inmediato lo curaron y los alimentaron. Los tres aventureros se sentían culpables por tal descuido.

Después de un rato, comenzaron a tener mucha hambre. Decidieron que Ardan era el indicado para prepararles una rica comida.

Poco a poco se encontraban más cerca de la Luna y lejos de casa. En un punto perdieron de vista el Sol, ya que la tierra de los selenitas se interponía. Se encontraron en absoluta oscuridad y la temperatura bajó de inmediato. Pero no fue por mucho tiempo, pues llegaron a un punto en el que nuevamente podían saludar al Sol. Aun así no les daba el mismo calor que le daba al planeta Tierra, pero por lo menos tenían menos frío.

ARDAN QUIERE APRENDER

Ardan no sabía mucho de números, así que cuando Barbicane y Nicholl hablaban de cálculos y matemáticas, él prefería hacer cualquier otra cosa, pues siempre terminaba confundido. Eso no le gustaba, así que al día siguiente decidió pedirles que le explicaran con detalle acerca de cómo calcularon la velocidad necesaria y la distancia para llegar hasta la Luna.

Barbicane y Nicholl se esforzaron mucho por explicarle fórmulas, X, Y, radio, distancia, velocidad y muchos números. Ardan, por otro lado, no dejaba de poner atención y preguntaba todo lo que podía. Algunas cosas las comprendió bien, pero de otras supo que tendría que estudiarlas más.

Mientras le explicaban a detalle, resolvían operaciones, fórmulas y dibujaban una Luna, un planeta Tierra y otros tantos garabatos. Entonces Nicholl terminó y dijo:

―Pues la velocidad inicial que nosotros alcanzamos fue de once mil metros en el primer segundo.

―¿Qué? Repite lo que acabas de decir ―pidió Barbicane asustado.

―Once mil metros en el primer segundo ―repitió Nicholl.

Entonces Barbicane comenzó a hacer nuevas operaciones a toda prisa. Se veía muy preocupado. Ardan y Nicholl estuvieron en silencio hasta que Barbicane terminó y mirándolos muy serio, dijo:

―La velocidad inicial debía ir en aumento según los cálculos del observatorio de Cambridge, pero al pasar cerca del meteorito, ¡ésta disminuyó e incluso nos desvió un poco! Debíamos tener una velocidad inicial de dieciséis mil quinientos para lograrlo.

―¿Eso qué significa? ―preguntó Ardan confundido.

―¡Que la velocidad inicial no fue suficiente! ―dijo Nicholl, quien ya había comprendido el grave problema en el que se encontraban.

―No podremos llegar al punto planeado, quizá ni a la mitad del camino. ¡Caeremos de nuevo en la Tierra! ―respondió Barbicane mirando sus notas muy angustiado.

Nicholl revisó una y otra vez los cálculos que habían hecho. Esperaba que hubiera un error en las operaciones de Barbicane. Por otro lado, el capitán daba vueltas y parecía muy enojado.

―Ahora lo único que podría ser bueno para nosotros es que al aterrizar de nuevo en la Tierra, nuestro cohete tenga la puntería de caer encima del observatorio y aplastarlo todo. ¡Por culpa de ellos nos pasó esto! ―dijo Ardan para romper el silencio.

―Sin embargo ―dijo Nicholl sin dejar de ver las fórmulas que había hecho―, hace treinta y dos horas que partimos. Eso significa que vamos a más de la mitad del camino y no estamos cayendo.

―Es verdad, seguimos avanzando ―respondió Barbicane mientras volvía a ver sus notas―. No fue esa la velocidad a la que despegamos. Los científicos de Cambridge se equivocaron. En el momento de despegar, la pólvora quemada que desprendió el cohete, lo aligeró. ¡Así tomamos mayor velocidad! Es por eso que pasamos tan cerca del meteoro, pues no estaba previsto este cambio de rapidez. Entonces seguimos subiendo.