Alrededor de la luna de Julio Verne página 8

―Es verdad, esos no los hemos usado, ¡pero los utilizaremos! ―respondió Barbicane muy entusiasmado―. No estamos apuntando a la Luna, así que si los usáramos ahora, podríamos no caer en ella y pasarnos de largo. ¡Nos perderíamos entre las estrellas! Si queremos llegar a la Luna, debemos esperar a que el cohete apunte directamente a ella.

―¡Excelente! Al final, ¡es posible que logremos nuestro sueño de llegar a la Luna! ―dijo Ardan lleno de felicidad.

Barbicane comenzó a hacer cálculos para saber en cuánto tiempo podrían encender los cohetes. Después de un rato, les dijo que faltaban veintidós horas para estar en la posición correcta y lanzarse a su destino.

―Pues en vista de que tenemos mucho tiempo, les propongo que hagamos algo interesante ―dijo Nicholl.

―¿Qué quieres hacer? ―preguntó Barbicane con curiosidad.

―¡Dormir! Ya llevamos muchos días sin descansar.

―Yo no quiero, ésa no es buena idea. Podríamos no despertar a tiempo ―dijo Ardan muy molesto.

―Pues que cada quien haga lo que prefiera ―dijo Nicholl y se fue a acostar.

―Ese hombre tiene buenas ideas y es un buen ejemplo ―dijo Barbicane riendo y se fue a dormir también.

―Debo aceptar que estos dos a veces hacen bien las cosas ―murmuró Ardan mientras bostezaba hasta que se quedó dormido.

Aunque descansaron un poco, en realidad no durmieron más de cuatro horas, pues toda la situación los mantenía alerta. El Columbiad seguía su camino como lo había dicho Barbicane y faltaban aún mucho tiempo.

Por fin llegó el momento de poner manos  a la obra y prepararon todo para encender los cohetes. Ardan prendió la mecha y el fuego cubrió de inmediato la parte baja de la nave. Hubo una pequeña sacudida y los aventureros se agarraron fuerte. ¡Estaban muy nerviosos!

―¿Vamos hacia la Luna? ¿Estamos cayendo? ―preguntó Ardan con mucha curiosidad.

―No, parece que no ―respondió Nicholl.

En ese momento Barbicane, quien miraba por una de las ventanas, volteó a ver a sus compañeros muy asustado y dijo:

―¡Sí, estamos cayendo!

―¡Muy bien! ¡Vamos a la Luna! ―gritó Ardan muy contento.

―No, no caemos hacia la Luna, ¡caemos hacia la Tierra! ―gritó Barbicane.

―¡Dios mío! ¡Pero creímos que nunca íbamos a volver a casa! ―dijo Ardan sorprendido.

Volaban a una velocidad increíble. Los tres estaban pálidos del terror. No entendían qué había sucedido ni qué iba a pasar al entrar en la Tierra.

―¡Estamos perdidos! ―dijo Nicholl a punto de llorar.

 

―Si es el fin, ha sido un placer viajar con ustedes ―dijo Barbicane como despedida.

―Esperemos a ver qué pasa, no se adelanten a pensar lo peor ―respondió Ardan muy nervioso.

Mientras tanto, en la Tierra, un grupo de investigadores trabajaban en el mar. En aquella época, no había teléfonos, internet o cosas así. Para comunicarse, usaban un aparato llamado telégrafo. Seguro has escuchado hablar de él. Para enviar mensajes a distancia necesitaban largos cables que cruzaban distancias enormes. Estos hombres que te cuento estaban explorando los mares para ver si era buena idea cruzar uno de los cables de telégrafo a través del Océano Pacífico. Descubrieron que ahí donde se encontraban el mar era muy profundo, tanto como treinta edificios de cincuenta pisos cada uno ¡Imagínate lo hondo que era!

Por la noche, mientras el jefe y uno de sus jóvenes ayudantes descansaban, vieron la Luna brillando entre las estrellas. Esto los hizo acordarse de los famosos viajeros que se habían ido en el Columbiad desde hacía diez días.

―¿Qué habrá sido de ellos? ―preguntó el jefe Brons.

―Seguro llegaron a su destino ―respondió su ayudante―. Todo estaba muy bien calculado. Ya los imagino paseando por la Luna. Quizá durmieron junto a algún río, bajo algún árbol selenita.

―Claro, eso es posible. Pero ojalá algún día ellos mismos se comuniquen con la Tierra y nos cuenten sus aventuras ―respondió Brons con una sonrisa.

De pronto, escucharon un silbido a lo lejos. Al principio creyeron que podía ser otro barco. Cuando se levantaron para ver de dónde venía. El ruido aumentó tanto que tuvieron que taparse los oídos. Entonces, ¡apareció frente a ellos una enorme bola de fuego que caía a toda velocidad! Entró al mar como una bala gigante. Luego se perdió en las olas.

Si eso hubiera caído más cerca de ellos, seguro habría hundido su barco. Todos los marinos e investigadores a bordo salieron a cubierta con mucha curiosidad. Se preguntaban qué había pasado. De pronto, el joven ayudante gritó:

―¡Son ellos! ¡Son los viajeros que vuelven de la Luna!

LA NOTICIA RECORRE EL MUNDO

Todos estaban muy emocionados. Algunos aseguraban que los viajeros no habían sobrevivido, pero otros estaban convencidos de que sí. La tripulación discutió hasta que Brons los hizo callar y dijo:

―¡Hay que sacarlos del fondo del mar!

Algunos de los hombres del barco se reunieron para decidir qué hacer. Su nave no tenía las máquinas necesarias para sacar al Columbiad. Decidieron ir de inmediato a la costa y avisar al Club Cañón, en especial a Maston. Así que partieron a toda velocidad al puerto. Al llegar, corrieron al telégrafo y enviaron el mensaje que decía:

“El Columbiad ha caído en el profundo océano. Nosotros sabemos exactamente en dónde. Díganos qué debemos hacer para ayudarlos a sacar la nave del fondo del mar”.

En pocos minutos el mundo entero sabía la noticia. Por otro lado, Maston y su grupo de investigadores se reunieron para tomar una decisión, ya que no todos creían que esa gran bola de fuego fuera el Columbiad. Aún así, tenían que descubrirlo, pues si no lo era, querían saber entonces qué había caído, pero si Brons tenía razón, era importante salvarlos antes de que se les acabara el oxígeno del interior.

Partieron de inmediato bajo las órdenes de Maston que estaba feliz con la idea de volver a ver a sus amigos. Aunque él no había despegado el ojo del telescopio, ese día perdió de vista la nave pues el cielo estaba muy nublado.