—No voy a fingir que ignoro de qué me habla —dijo el abogado—, aunque se trata de un asunto muy desagradable. No puedo asegurarle nada, pero si usted va a cierto barrio de la ciudad, tal vez consiga averiguar algo.
Luego le dio el nombre de una persona a la que no se puede nombrar, porque todavía está viva. Fue a buscarlo y lo encontró, pero lo mandó con otra persona y ésta con una más y así fue durante varios días. Todos tenían ropas finas, coches caros y casas hermosas, pero cuando se les hablaba de la botella, se ponían tristes o serios.
“No hay duda, estoy en el buen camino”, pensó Keawe. “Todos esos trajes hermosos son los regalos de la botella. Cuando vea mejillas sin color y escuche suspiros, sabré que la he encontrado”.
Un día le dijeron que fuera a buscar a una persona que tenía una casa nueva con jardín. Llegó al lugar indicado y tocó a la puerta. Cuando apareció el joven dueño, tuvo el presentimiento que era el hombre que buscaba porque parecía un fantasma. Estaba muy pálido.
“Tiene que estar aquí”, pensó Keawe.
—He venido a comprar la botella —le dijo sin ocultar sus deseos.
Al oír aquellas palabras, el joven se mareó. Tuvo que apoyarse contra la pared.
¡La botella! —susurró—. ¡Comprar la botella!
Parecía que se iba a desmayar. Tomó del brazo a Keawe y lo llevó a una habitación de su casa.
—Dígame, ¿cuál es el precio que tiene ahora la botella?
Al oír esto, el joven tiró el vaso que tenía entre sus manos y miró a Keawe como si fuera un fantasma.
—El precio —dijo—. ¡El precio! ¿No sabe usted cuál es?
—Por eso se lo pregunto —replicó Keawe—. Pero, ¿qué le preocupa? ¿Qué sucede con el precio?
—La botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la compró —dijo el joven tartamudeando.
—Bien, así tendré que pagar menos por ella —dijo Keawe—. ¿Cuánto le costó a usted?
El joven estaba tan blanco como el papel.
—Dos centavos —dijo.
—¿Cómo? —exclamó Keawe—, ¿dos centavos? Entonces, usted sólo puede venderla por uno. Y el que la compre…
Keawe no pudo terminar la frase. El que comprara la botella ya no podría venderla nunca. El diablo se quedaría con él hasta su último día y luego pasaría la eternidad en el infierno.
El joven se puso de rodillas y dijo:
—¡Cómprela, por el amor de Dios! —exclamó. Puede quedarse también con toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio. Yo debía dinero, y si no pagaba, mi familia sería humillada
—Pobre muchacho —dijo Keawe—, usted se arriesgó demasiado por salvar su honor. ¿Cree que yo no lo haré por el amor verdadero? Tráigame la botella y deme cambio de esta moneda de cinco centavos.
Keawe le pagó, la botella cambió de manos y en cuanto tocó la botella, deseó ya no tener esa horrible enfermedad. En cuanto llegó a su hotel se revisó la piel y ¡ya estaba curado!
Algo extraño le ocurrió. De pronto ya no le importaban ni la enfermedad que había tenido, ¡ni su amada Kokua! Sólo pensaba en una cosa: que estaba ligado a ese diablo por toda la eternidad.
Cuando Keawe se recuperó un poco, bajó a escuchar música. La gente a su alrededor estaba feliz y bailando; en cambio, él no dejaba de pensar en el fuego del infierno. De repente la orquesta tocó una canción que él le había cantado a Kokua y eso le dio valor.
“Ya lo hice”, pensó. “Otra vez tengo que aceptar que junto a una cosa buena viene otra mala. Debo quedarme con ambas”.
Keawe regresó a Hawaii en el primer barco que zarpó y en cuanto llegó, se casó con su amada. Después la llevó a su fabulosa casa de la colina.
Cuando los dos estaban juntos, Keawe se sentía bien y en calma, pero al estar solo, comenzaba a pensar en su horrible futuro y se ponía muy triste.
Kokua era una muchacha muy linda y alegre. Keawe estaba muy enamorado de ella. A veces se le quedaba viendo durante horas, pero luego se iba a un rincón de la casa a llorar por el precio que había pagado por ella. Después tenía que secarse los ojos e ir a cantar y bailar con ella.
Pero llegó el día en que Kokua comenzó a arrastrar los pies y a cantar menos canciones. De pronto, la muchacha también lloraba en los rincones de la casa. Keawe estaba tan triste que ya no se daba cuenta de lo que pasaba alrededor de él. Por eso un día Kokua le dijo:
—Antes de conocerte, todo el mundo hablaba de ti y tu felicidad. Cuando te encontré en el camino, siempre estabas sonriendo. Pero después de casarte conmigo te has vuelto triste. Yo creí que era bonita y que me amabas. No entiendo por qué te hago tanto daño.
—Pobre Kokua —dijo Keawe. Se sentó a su lado, trató de tomarla la mano, pero ella no quiso—. ¡Pobre de mi niña! ¡Yo no te decía nada para que no sufrieras! Pero ahora lo sabrás todo. Así, al menos, comprenderás cuánto te amaba y cuánto te amo ahora.
Y a continuación, le contó toda la historia desde el principio.