Y a continuación, le contó toda la historia desde el principio.
—¿Hiciste eso por mí? —preguntó Kokua—. Entonces olvida todo lo que te dije. ¡Eres el hombre más increíble! Ya no me importa nada.
—Pero a mí sí me importa, querida mía. Cuando pienso en las llamas del infierno sufro mucho.
—No digas eso —dijo la muchacha—. Ningún hombre puede condenarse por amar a Kokua. Yo te salvaré o me iré contigo. ¿Has dado tu alma por mi amor, y crees que yo no haré hasta lo imposible por salvarte?
—Querida mía, no hay nada que puedas hacer.
—Tú no sabes nada. Yo no soy una mujer como todas. Escúchame bien, yo te salvaré. ¿No me dijiste algo sobre un centavo? ¿Sabías que no todos los países tienen el mismo dinero? En Inglaterra existe una moneda que vale medio centavo. ¡Qué lástima! Eso no nos ayuda mucho, porque el siguiente en comprarla, se condenaría y, ¡no vamos a encontrar a nadie tan valiente como mi Keawe! Pero también está Francia. Ahí tienen una moneda que se llama céntimo, y con cinco de esas se hace un centavo.
—¿En verdad? —preguntó emocionado Keawe.
—Así es. No se me ocurre una mejor opción. Así que vamos hacia Tahití, porque ahí se usa ese dinero.
—¡Eres un regalo de Dios! —exclamó Keawe. Hagamos todo lo que tú digas. Pongo mi vida en tus manos.
En la mañana del día siguiente, Kokua ya estaba preparando todo para el viaje. Guardó la botella en una maleta y seleccionó la mejor ropa, porque debían parecer muy ricos para que el posible comprador les creyera.
Keawe se veía muy diferente. Su esposa lo tranquilizó mucho. ¡Ya no tenía que soportar el secreto solo! Además, ahora tenía una esperanza de no ir al infierno.
Cuando llegaron a Tahití, rentaron una casa. Eligieron una muy grande y hermosa, para demostrar que eran ricos. Además, todo el tiempo andaban en carros y caballos para que los habitantes los vieran. Todo esto resultaba muy fácil, porque tenían la botella en su poder y Kokua pedía dinero una y otra vez. De esta forma, pronto se hicieron famosos en la ciudad. La gente hablaba de ellos por todo el dinero que gastaban.
En poco tiempo se acostumbraron al idioma de Tahití. En cuanto pudieron comunicarse, intentaron vender la botella. ¡No era nada fácil convencer a alguien que, por cuatro céntimos, podía tener salud y riquezas ilimitadas! Además, había que explicar el peligro de la botella. Las personas a las que se les acercaron o se rieron de ellos, o se alejaron, porque tenían tratos con el diablo. Al poco tiempo, la gente se alejaba y los niños corrían al verlos.
Los días pasaron y los esposos se iban poniendo más y más tristes. En las noches ya no dormían bien. Ya casi no hablaban entre ellos. En una ocasión, Kokua despertó y no encontró a Keawe. Tocó el otro lado de la cama y estaba frío. Ella se espantó mucho. Luego escuchó un ruido, fue a ver qué era y vio a lo lejos a Keawe llorando.
“!Qué mala esposa he sido!”, pensó Kokua. “Él se va al infierno y no yo. He sido muy egoísta. Keawe entregó su alma por amor y yo no hago nada por él. ¡Mi amor debe ser tan grande como el suyo! ¡Yo seré quien sufra las llamas por toda la eternidad!”.
Kokua salió y le dijo a un anciano:
—Buen hombre —dijo Kokua—, ¿qué hace usted aquí tan solo en una noche helada?
El anciano estaba enfermo. Apenas podía hablar por la tos que tenía. Aun así ella se enteró que el hombre era pobre y extranjero en aquella isla.
—¿Me haría usted un favor? —le dijo Kokua— Soy una hija de Hawaii que necesita ayuda.
—Ah, ya veo que eres la bruja y que quieres mi alma. Ya he oído hablar de ti y te aseguro que tu maldad no podrá nada contra mí.
—Siéntese aquí —le dijo Kokua—, y déjeme que le cuente algo.
Y le narró toda la historia de Keawe de principio a fin.
—Y yo soy su esposa —dijo la mujer—. ¿Qué debo hacer? Si yo intentara comprarle la botella, él no aceptaría jamás. Pero si usted va, él la venderá con mucho gusto. Si usted la compra por cuatro céntimos, yo le daré tres por ella.
—Si trataras de engañarme —dijo el anciano—, el cielo te castigaría.
—¡Sí lo haría! Estoy segura de eso. No podría ser tan malvada.
—Dame los cuatro céntimos y espérame aquí —dijo el anciano.
Cuando el viejo se fue, a Kokua comenzó a darle mucho miedo. El viento soplaba muy fuerte y ella se imaginaba que eran las llamas del infierno. Si hubiera tenido fuerzas, habría corrido muy lejos. Pero se quedó ahí, como una niñita asustada.
Luego vio al anciano que regresaba con la botella.
—Ya lo hice —dijo el anciano—. Tu marido se quedó llorando. Por fin podrá dormir en paz.
Luego extendió el brazo para darle la botella a Kokua.
—Antes de dármela —dijo la muchacha—, pida algo para usted. Aproveche las ventajas de la botella.
—Soy muy viejo para aceptar favores del demonio. Pero, ¿qué sucede?, ¿por qué no tomas la botella? ¿Ya te arrepentiste?
—¡No, no dudo! —exclamó Kokua—. Pero no tengo fuerzas para hacerlo. Espere un poco. Mi mano se resiste a moverse.
El anciano la miró con ternura y dijo: