El Corsario pensó que ya todo estaba perdido cuando una inmensa sombra negra cayó sobre los cuatro hombres. ¡Les estaba dando con un garrote! A los pocos minutos, ya todos ellos estaban en el piso.
—¡Gracias, amigo! —le dijo el Corsario a Moko, quien había acabado con ellos.
—¡Huyamos! —dijo Carmaux, cuando vio a una patrulla acercarse.
Corrieron rápido pero los guardias estaban muy cerca, por eso el Corsario dijo:
—¡Carmaux, ábreme esa puerta!
Era una casa pequeña de dos pisos. Entraron y subieron por las escaleras. Ahí había un anciano al que despertaron.
—¡No me hagan daño! —gritó el viejo.
—No queremos lastimarte. ¿Vives solo en esta casa?
—Así es. Soy un notario sin compañía.
Al darse cuenta que ahí estarían seguros, el Corsario le ordenó a Carmaux que fuera por Moko y Wan Stiller. Al poco tiempo llegaron a la casa del notario.
—La situación es grave, capitán —dijo Stiller—. No creo que podamos volver al rayo. Hay demasiados soldados.
De pronto sonó la puerta de la casa.
—¡Oh, no! —dijo Carmaux—. Alguien viene a buscar al notario.
—Abran la puerta y traigan al visitante junto al notario.
Así lo hicieron. Un joven entró diciendo:
—¿Por qué me hacen esperar así? Hoy el notario tenía que casarme con…
Moko ya no lo dejó terminar la frase. Lo tomó de los brazos y lo llevó con mucha facilidad con el notario.
—¡Soy una persona muy importante! —gritó el muchacho—. Si no me sueltan, muchos soldados vendrán a buscarme. ¡Debo casarme hoy!
—Se casará mañana y no le tengo miedo a los soldados —dijo el Corsario Negro.
Luego volvió a sonar la puerta. Era el ayudante del joven. Moko le hizo lo mismo que a su jefe.
Todos los filibusteros cenaron, pero estaban muy preocupados. De seguro más personas irían a buscar al muchacho. Y así fue, al poco tiempo sonó de nuevo la puerta. Carmaux fue a abrir.
—Disculpe la tardanza —dijo el filibustero—. Es que estamos cuidando al notario que está muy enfermo.
—¿Quién se cree usted para hablarme así? ¡Llámeme Conde!
—Lo siento, no lo conocía —respondió Carmaux mientras le hacía una señal a Moko para que atacara al Conde.
Así lo hizo, pero el visitante lo esquivó con mucha habilidad, empujo a Carmaux y sacó su espada para defenderse.
—¡Ladrones! ¡Canallas! —gritó el Conde.
—¡Ríndase, señor! —dijo el Corsario.
—¡Jamás!, pero antes de acabar con usted, quiero saber qué le ha hecho a mi sobrino.
—Está preso junto al notario. No se preocupe por él, mañana estará libre.
¡La lucha comenzó! Sólo se escuchaban los golpes de las espadas. El Conde se defendía muy bien, pero muy pronto se dio cuenta que el Corsario era un gran espadachín. De pronto, el filibustero hizo un movimiento con el que desarmó a su adversario.
—¡Es usted un valiente! —dijo el Corsario—. Me quedaré con su espada, pero lo dejaré vivir.
—Las personas de mi país dicen que los filibusteros son sólo unos ladrones, pero ahora me doy cuenta que también hay caballeros entre ustedes. Permita que le dé la mano.
—Lamento mucho tener que atarlo, pero no puedo hacer otra cosa —le dijo el Corsario.
Al poco tiempo, convirtieron la casa del notario en un fuerte. Pusieron los muebles más pesados en las puertas y ventanas. En cuanto terminaron, dijo Stiller:
—¡Hay cincuenta personas rodeando la casa!
—¡Va a suceder lo que temía! —dijo el Corsario—. Voy a morir en el mismo lugar que mis hermanos.
El capitán mandó poner un barril de pólvora en la entrada, así, si los soldados querían entrar, podía volar la casa entera.
—¡Abran en nombre del gobernador! —se escuchó desde afuera.
—¿Están dispuestos a luchar, mis valientes? —dijo el Corsario.
—¡Lo estamos! —dijeron todos.
Carmaux y Wan Stiller se quedaron abajo con el Corsario. Moko subió a buscar algún sitio para huir por los tejados.
Entonces el Corsario abrió la ventana y preguntó:
—¿Qué es lo que desean aquí?
—Buscamos al notario, al Conde y a su sobrino —gritó el teniente de los soldados.
—No se preocupen por ellos, todos están aquí y muy bien —respondió el Corsario.
—¡Sáquelos de la casa! —gritó el teniente—. Si no lo hace, mandaré derribar la puerta.
—Usted puede hacer lo que guste. Pero le advierto que hay un barril de pólvora en la entrada. Si usted intenta algo, lo haré explotar.
—¡Atrápenlos! —gritaban las personas afuera.
—Son las seis de la tarde —dijo el Corsario—, mientras usted decide qué hacer, yo voy a tomar el té con el Conde y su sobrino.
—¿Qué vamos a hacer, capitán? —preguntó Carmaux con miedo.
—No te preocupes, cuando se haga de noche, ese barril de pólvora va a hacer maravillas.
Mientras tanto, Moko había logrado hacer un agujero por el techo. Se lo estaba mostrando al Corsario cuando se escuchó un disparo que hizo vibrar toda la casa.
—Les prometí que no les pasaría nada —les dijo el Corsario a los prisioneros—, pero es necesario que hagan todo lo que les pida.
—Así lo haremos, respondió el Conde.
—Vamos, Carmaux, prende la mecha del barril.
Todos los hombres salieron por el tejado y bajaron a un jardín que era de un amigo del Conde. En cuanto tocaron el piso, se escuchó el ruido como de un trueno. Casi de inmediato cayeron sobre ellos pedazos de madera. ¡El barril de pólvora había explotado!
El Conde le pidió a unos empleados de su amigo que le abrieran las puertas de su casa y le dijo al Corsario:
—Usted ha sido muy buen conmigo, ahora debo responderle el favor. Salga por aquí y regrese a su barco.
—Muchas gracias, Conde —respondió el Corsario.
Los hombres se fueron como sombras y al poco tiempo llegaron a la cabaña de Moko. Dejaron escapar al español que estaba ahí como prisionero y se fueron con el hermano del Corsario cargando.
“Me vengaré de todo lo que ha hecho el gobernador”, iba pensando el capitán.