El fantasma de Canterville página 3

Lo más raro fueron los cambios de color en la mancha, que actuaba como un camaleón. Una mañana era rojo oscuro, luego púrpura espléndido y un día que fueron a la iglesia, tenía un hermoso verde esmeralda.

Como es natural, estos cambios divertían mucho a la familia y se hacían apuestas sobre el color con que reaparecería la mancha. La única que no tomó parte de la broma fue la joven Virginia, quien por razones que no sabemos, siempre se sentía impresionada ante la mancha de sangre.

El fantasma por fin hizo su aparición el domingo por la noche. Tenían poco tiempo de estar todos acostados cuando hubo un gran ruido en el recibidor.

Bajaron rápidamente y se encontraron con que una armadura completa se había separado de su soporte y caído sobre las losas.

Cerca de ahí, sentado en un sillón, estaba el fantasma de Canterville sobándose las rodillas y con una expresión de mucho dolor en su rostro.

Los gemelos, que ya habían conseguido armas, le lanzaron un par de palos con excelente puntería, ya que habían practicado con su maestro de caligrafía.

Mientras tanto, el ministro apuntaba su revolver hacia el fantasma y, como lo hacen en California, le pedía que levantara los brazos. El fantasma se alzó bruscamente, lanzó un grito salvaje y desapareció convirtiéndose en una niebla, dejándolos en total oscuridad.

Cuando llegó a lo más alto de la escalera, y como ya se encontraba mejor, se decidió a lanzar su célebre carcajada con sonido satánico. La gente contaba que con esto había hecho que más de tres amas de casa abandonaran la finca antes de terminar su primer mes en el cargo.

Después lanzó una carcajada todavía más espeluznante que hizo eco en las antiguas bóvedas; pero cuando acabó, se abrió una puerta y apareció la señora Otis.

—Me temo —dijo la dama— que usted se siente mal. Para eso le traigo un frasco de la “tintura del doctor Dobell”. Si tiene una indigestión, esto le hará sentir bien.

El fantasma la miró con ojos llameantes llenos de coraje y consideró que era su deber convertirse en un gran perro negro. Era un truco que le había dado una merecida reputación. Pero un ruido de pasos lo hizo dudar un poco en su decisión y sólo se volvió un poco fosforescente.

En seguida se desvaneció, después de dar un gemido sepulcral, porque los gemelos estaban a punto de alcanzarlo.

Al llegar a su habitación se sintió destrozado y estaba muy agitado. Le molestaba que los gemelos fueran tan ordinarios, el materialismo de la señora Otis, pero lo que más le humillaba era que ya no tenía fuerzas para llevar una armadura.

Quería espantar con ella a los americanos, hacer estremecer su vista con un espectro acorazado. Además, era su propia armadura, pero al querérsela poner, quedó aplastado por completo con el peso de la enorme coraza y del casco de acero, desplomándose pesadamente. Por eso se despellejó las rodillas y se lastimó la muñeca derecha.

Durante varios días se sintió muy mal y no pudo salir de su cuarto más que para mantener en buen estado la mancha de sangre.

Después de un tiempo se sintió recuperado y decidió intentar por tercera vez aterrorizar al ministro de Estados Unidos y su familia.

Para su reaparición, eligió el viernes 17 de agosto y dedicó gran parte del día a revisar los trajes que usaría. Al fin se decidió por un sombrero de ala levantada de un lado, caída por el otro y una pluma roja; una camisa con mangas deshilachadas y un puñal mohoso.

Al atardecer estalló una gran tormenta. El viento era tan fuerte que sacudía las puertas y las ventanas de la vieja casa. Aquel era el clima que le convenía. Esto es lo que pensaba hacer:

Iría sin hacer ruido a la habitación de Washington Otis, le diría al oído algunas frases espantosas, se quedaría junto a la cama y fingiría que hundirle el puñal tres veces seguidas.

Al que más odiaba era a Washington porque sabía que era él quien limpiaba la famosa mancha de sangre.

Después de reducir al temerario y despreocupado joven, entraría a la habitación que ocupaban el ministro de Estados Unidos y su mujer. Una vez allí, colocaría una mano viscosa sobre la frente de la señora Otis, y al mismo tiempo murmuraría secretos terribles al oído del ministro.