En cuanto a la pequeña Virginia, aún no tenía decidido nada. No lo había insultado nunca. Era bonita y cariñosa. Unos cuantos gruñidos sordos, salidos del armario, parecían suficientes.
A los gemelos estaba decidido a darles una lección: lo primero sería sentarse en sus pechos para producirles pesadillas. Luego volaría sobre sus camas con el aspecto de un cadáver verde y frío como el hielo hasta que se quedaran paralizados de terror. Luego le daría la vuelta al cuarto en cuatro patas, como un esqueleto blanco mientras giraba las órbitas de sus ojos. Con eso sería suficiente.
A las diez y media oyó a la familia subir a acostarse.
Durante unos segundos lo pusieron nervioso las carcajadas de los gemelos, que se divertían antes de acostarse. Pero a las once y cuarto todo quedó en silencio, y cuando sonaron las doce, se puso en camino.
Oía con claridad los ronquidos del ministro. Se deslizó a través de la madera. Tenía una sonrisa cruel y arrugada. Andaba como una sombra. En un momento le pareció escuchar que alguien le llamaba, pero era sólo un perro. Por fin llegó a la esquina del pasillo que conducía a la habitación de Washington. Allí hizo una breve parada.
Sonó entonces el cuarto en el reloj y se dio cuenta que había llegado la hora. Dio vuelta a la esquina, pero en cuanto lo hizo soltó un grito de terror y escondió su cara entre sus huesudas manos.
Frente a él había un horrible espectro, inmóvil como una estatua. Su cabeza era reluciente; su cara rodona, carnosa y blanca; por sus ojos parecía salir una luz escarlata; la boca era un pozo lleno de fuego y tenía puesta una vestimenta horrible.
Sobre su pecho tenía colgado un cartel con una inscripción en caracteres extraños y antiguos. Además, en su mano tenía una espada de piratas de acero brillante.
Como nunca había visto fantasmas hasta aquel día, sintió mucho miedo y corrió a toda prisa tropezándose con los hilos sueltos de su ropa. Lo malo fue que al cruzar la galería tan rápido, dejó caer el puñal enmohecido en la bota de montar del ministro, en donde lo encontró el mayordomo al siguiente día.
En cuanto llegó a su refugio, se tiró en la cama y se tapó con las sábanas. Pero en poco tiempo le regresó el valor de los Canterville y se decidió a hablar con el otro fantasma en cuanto amaneciera.
Así que cuando salió el sol, volvió al sitio en donde vio por primera vez al horroroso fantasma.
Pensaba que, después de todo, dos fantasmas valían más que uno, y que con ayuda de su nuevo amigo, podría derrotar a los gemelos. Pero cuando llegó al sitio vio un espectáculo terrible. Algo le pasaba al espectro porque ya no había luz en las órbitas de sus ojos, la espada había caído de sus manos y estaba recostado en la pared en una posición muy incómoda.
Simón se precipitó hacia adelante y lo tomó en sus manos, pero su terror fue muy grande cuando vio que se le desprendió la cabeza y rodó por el suelo. También notó que había una cubeta, un machete de cocina y una calabaza vacía.
Sin poder comprender esa transformación, cogió con su mano temblorosa el cartel en el que leyó:
HE AQUÍ EL FANTASMA OTIS,
EL ÚNICO ESPÍRITU AUTÉNTICO Y VERDADERO.
¡NO CREAN EN LAS IMITACIONES!
¡TODOS LOS DEMÁS ESTÁN FALSIFICADOS!
Y de pronto comprendió la verdad entera: ¡Había sido burlado!
La expresión característica de los Canterville apareció en su rostro. Apretó las mandíbulas sin dientes y, levantando por encima de su cabeza sus manos amarillas, juró, como se hacía en la vieja escuela, que “cuando el gallo cantara dos veces su alegre llamada, habría hazañas sangrientas”.
No había terminado de decir el juramento cuando el gallo cantó por primera vez. Lanzó una risotada larga, lenta y macabra, y espero. Esperó una hora y después otra; pero por alguna extraña razón el gallo no volvió a cantar.
Como a eso de las siete y media la llegada de las empleadas le obligó a dejar su guardia y regresar a su habitación pensando en su proyecto fracasado.
Al estar ahí consultó varios libros de caballería. Ahí pudo comprobar que el gallo siempre cantó dos veces después de que se hacía ese juramento. Luego se fue a su caja de plomo y se quedó ahí hasta la noche.