—Pobrecito fantasma —dijo a media voz—, ¿y no hay ningún sitio donde pueda usted hacerlo?
—Allá lejos hay un jardincito donde pueden verse las estrellas y un ruiseñor canta toda la noche. Es el jardín de la muerte y para llegar ahí, se tiene que cumplir esta profecía: Cuando una joven rubia logre hacer brotar, una oración de los labios del pecador, entonces toda la casa recobrará la tranquilidad y volverá la paz a Canterville.
—No sé qué significan esas palabras —dijo Virginia.
—Quieren decir que usted tiene que llorar conmigo por mis pecados, porque yo no tengo lágrimas, y que tiene que rezar conmigo por mi alma, porque no tengo fe y entonces, si usted siempre ha sido buena y cariñosa, el ángel de la muerte por fin me llevará con él. Si hace esto, usted verá seres terribles en las tinieblas, pero no le harán daño, porque contra la pureza de una niña buena nada pueden hacer las fuerzas infernales.
Virginia se quedó pensativa durante unos minutos y luego dijo que ella rogaría al ángel por el fantasma, quien se levantó de su asiento lanzando un pequeño grito de alegría y besó con ternura la cabeza de la niña.
Comenzaron a caminar juntos; de pronto, horribles animales comenzaron a decirle a Virginia que no avanzara. Llegaron a un muro, el fantasma susurró unas palabras, la pared se convirtió en neblina, entraron y el salón de tapices se quedó vacío.
Capítulo 6
Diez minutos después sonó la campana para el té, pero como Virginia no apareció, la señora Otis mandó a uno de los empleados a buscarla. Cuando regresó dijo que no la había encontrado en ningún lugar. Como la niña tenía la costumbre de salir a buscar flores, nadie se preocupó por ella. Pero sonaron las seis y Virginia no aparecía.
Entonces su madre se alteró y todos comenzaron a buscarla.
Era evidente que Virgina estaba perdida, por lo menos por aquella noche. La cena fue tristísima, casi nadie dijo alguna palabra. Al terminar, iban a subir a sus habitaciones cuando sonaron las doce en punto. Se escuchó un crujido acompañado de un grito penetrante.
Un trueno formidable movió toda la casa, una melodía, que no tenía nada de terrenal, flotó en el aire. Una pintura de la pared comenzó a volar y de pronto, muy pálida, apareció Virginia con una cajita en la mano.
Inmediatamente todos se precipitaron hacia ella. Todos le dijeron lo preocupados que estaban y le preguntaban dónde había estado.
—Papá —dijo dulcemente Virginia—, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es necesario que vayas a verlo. Fue muy malo, pero se ha arrepentido de todo lo que había hecho y antes de morir dejó esta caja de hermosas joyas.
Toda la familia contempló a Virginia en silencio y con miedo, pero ella se veía muy seria. Luego dio la media vuelta y a través de un hueco en la pared, bajaron a un corredor secreto.
Washington los seguía llevando una vela encendida, que tomó de la mesa. Por fin llegaron a una gran puerta de madera con enormes clavos.
Virginia la tocó, la puerta giró para abrirse y vieron una habitación estrecha y baja, con el techo como una bóveda y con una ventanita.
Junto a un gran aro de hierro que estaba sujeto del muro, había un esqueleto encadenado. Parecía que estaba estirando sus dedos, como si quisiera alcanzar un plato.
Virginia se arrodilló junto al esqueleto, y uniendo sus manos, se puso a rezar en silencio, mientras la familia observaba con asombro el terrible secreto que les acababa de ser revelado.
—¡Atiza! —Dijo uno de los gemelos que había ido a ver lo que había más allá de la ventanita.
¡Atiza! El antiguo almendro, que estaba seco, de pronto está verde y lleno de flores.
—¡Dios le ha perdonado! —dijo Virginia muy seria, mientras se levantaba. Y un magnífico resplandor parecía iluminar su rostro.
Capítulo 7
Cuatro días después de estos extraños sucesos, a las once salió una carroza fúnebre de Canterville.
El carro era jalado por ocho hermosos caballos negros y la caja estaba adornada con el escudo de armas de la familia Canterville bordado en oro.
Era una comitiva impresionante que presidía lord Canterville, quien había venido desde Gales para estar en el duelo. Lo acompañaba la pequeña Virginia. Después iban el ministro y su esposa.
Cavaron una fosa en el cementerio. Al bajar la caja, Virginia se adelantó y puso encima de ella una cruz hecha con flores.
En aquel momento salió la Luna detrás de una nube, el cementerio se llenó de su luz y de un bosque cercano se escuchó el canto de un ruiseñor.
Virginia se acordó de la descripción que le hizo el fantasma del jardín de la muerte, sus ojos se llenaron de lágrimas y no dijo nada durante el regreso a casa.
A la mañana siguiente, la señora Otis habló con su marido sobre las joyas entregadas por el fantasma a Virginia. ¡Eran magníficas!
—Mi estimado lord Canterville —le dijo el ministro después de haber hablado con su esposa—, no creemos conveniente que nuestra hija se quede con joyas que han pertenecido a su familia durante siglos. Usted debe conservarlas. Sólo le pedimos que le deje a Virginia la cajita donde venían, pues parece que le ha gustado mucho.
Cuando el señor Otis terminó de hablar, le estrechó la mano, y contestó:
—Mi querido amigo, su hija le hizo un favor enorme a mi pobre antecesor, así que esas joyas le pertenecen. Piense usted que cuando ella sea más grande, estará feliz de tener estos hermosos objetos. Además, le recuerdo que usted compró la finca con todo y fantasma. De modo que todo lo que le pertenecía a él, es de usted y de su familia.
El ministro trató de convencer de nuevo a lord Canterville, pero no lo logró, así que tuvo que quedarse con el regalo del fantasma.
En 1890, fue la boda de la duquesita de Cheshire y sus joyas fueron motivo de gran admiración. Y claro, esa duquesita era Virginia, que se casó con el duque de los cabellos rizados.
Ambos eran tan agradables y se amaban tanto que a todo el mundo le encantó ese matrimonio. El señor Otis, que no había estado tan convencido de la boda, fue el hombre más feliz cuando llevó a su hija del brazo en el momento de la ceremonia.
Después de la luna de miel, el duque y la duquesa regresaron a Canterville-Chase y fueron a dar una vuelta por el cementerio.
El duque le dijo de pronto:
—Virginia, una mujer no debería tener secretos para su marido.
—Y no los tengo, querido Cecil.
—Sí los tienes —respondió sonriendo—. Nunca me has contado qué pasó cuando estuviste encerrada con el fantasma.
—Cecil, te ruego que no me lo preguntes. No puedo decírtelo. ¡Pobre sir Simón! Le debo mucho. Por él aprendí qué es la vida, lo que significa la muerte y que el amor es más poderoso que ella.
El duque se levantó para besar la mano de su mujer.
—Puedes quedarte con tu secreto —le dijo—, mientras yo sea el dueño de tu corazón.
—Siempre fue tuyo.
—Se lo dirás algún día a nuestros hijos, ¿verdad?
Virginia se puso un poco roja, pero el duque nunca supo si fue por pena.