El príncipe y el mendigo página 3

Lorem fistrum por la gloria de mi madre esse jarl aliqua llevame al sircoo. De la pradera ullamco qué dise usteer está la cosa muy malar.En ese momento entró una bella joven. Saludó a Tom alegremente, pero de pronto se puso seria.

—¿Qué es lo que te pone triste, señor mío? —preguntó la jovencita.

—¡Oh, por favor! ¡No me hagan daño! No soy ningún señor, sólo soy Tom Canty, del barrio Offal Court. Por favor, déjenme volver a ver al príncipe para que me regrese mi ropa y pueda irme. —dijo, mientras se ponía de rodillas.

La joven parecía espantada. Mientras eso sucedía, en el palacio corrió el rumor de que el príncipe se había vuelto loco. Pero una persona de la corte dijo:

—Quien piense así, será expulsado del reino.

Luego vieron a Tom caminando entre muchos criados. Llegó a un salón muy lujoso. A poca distancia de él, había un anciano obeso, recostado en un sillón. Aquel viejo era Enrique VIII, el rey.

—¿Cómo estás, mi amado hijo? Me dicen que has estado jugando con niños de clase baja y que te estás volviendo extraño.

Al escuchar esto, Tom se tiró al piso. Luego alzó las manos y dijo:

—Si eres el rey, estoy perdido.

El monarca se sorprendió al escuchar esas palabras. No creía los rumores sobre su hijo, pero comenzó a pensar que eran ciertos.

—Acércate a tu padre, muchacho. No te encuentras bien.

Con ayuda de algunas personas, Tom logró levantarse. Lo acercaron al rey, quien le dijo:

—¿No reconoces a tu padre? Por favor, no me espantes.

—Sí sé. Eres nuestro temido rey.

—Calma, hijo, calma. Aquí nadie quiere hacerte daño. ¿Te encuentras mejor? También ya sabes quién eres tú, ¿verdad? ¿No volverás a olvidar quién eres, como dicen que pasó hace rato?

—Le suplico, mi rey, que me crea. Sólo he dicho la verdad. Nací pobre y estoy aquí por casualidad. Soy muy joven para morir, sólo usted puede salvarme.

—¿Morir? No digas eso mi querido príncipe. Cálmate, no te pasará nada.

Tom dio un salto de alegría y les gritó a los soldados:

—¿Escucharon eso? No me mataran, ya lo dijo el rey.

Nadie se movió ni dijo una palabra. ¡Estaban sorprendidos!

—¿Me puedo marchar ya? —preguntó Tom.

—¿Marcharte? Claro, si eso quieres. Pero, ¿a dónde quieres ir?

—Tal vez entendí mal. Creí que estaba libre. Voy a la casa donde crecí en la miseria, pero donde están mi madre y hermanas. ¡Ése es mi hogar! ¡Oh, señor, se lo suplico, déjeme ir!

—Quizá su locura sólo es sobre esto. Vamos a hacer la prueba —le dijo el rey a los presentes.

Luego le hizo una pregunta en latín al joven. Tom le contestó en la misma lengua. El rey se puso contento, al igual que los médicos que estaban ahí.

—Ahora, fíjense bien todos, vamos a hacer otra prueba —dijo el rey.

 

Le hizo otra pregunta, pero ahora en francés. El muchacho guardó silencio un momento y luego dijo con timidez:

—No conozco ese idioma, majestad.

El rey se dejó caer de espalda en el sofá. Sus ayudantes corrieron a ayudarlo.

—No se preocupen, no es nada grave. Y tú, muchacho, no te preocupes. Estoy seguro que pronto te pondrás mejor.

Luego les gritó a los presentes:

—¡Escúchenme bien! Mi hijo está enfermo, pero se va a recuperar. Esto es causado por tanto estudio. A partir de hoy, quiero que sólo juegue y se divierta. ¡Y si alguien comenta algo de su locura, será condenado!

Luego pidió que se llevaran a Tom.

Tom fue llevado su cuarto. Ahí, Hertford, un hombre importante de la corte y amigo del príncipe, le dijo:

—El rey ordena que ya no debe decir que no es el príncipe. Ni mucho menos que es un mendigo. Tratará de recordar todos los rostros de la corte, y si no lo hace, fingirá conocerlos. Mientras usted se cura, yo estaré a su lado todo el tiempo para cuidarlo y ayudarlo.

—Así lo haré, porque lo manda el rey —contestó muy triste Tom.

En ese momento entraron la princesa Isabel y la princesa Juana Grey. Hertford se acercó a Tom y le recordó las órdenes del rey. Tenía que fingir conocerlas.

Cuando alguna de las princesas le hacía alguna pregunta, Hertford se apresuraba a contestar por él. Poco a poco Tom se fue sintiendo más tranquilo. Ahí todos parecían quererlo mucho.

Cuando se fueron las princesas, nuestro pequeño amigo estaba agotado. Se iba a quitar la ropa, cuando un sirviente corrió para ayudarlo, luego iba a tomar un vaso con agua y otro se acercó para ponerlo en una charola para él. “Me sorprende que no quieran respirar por mí”, pensó.

Hertford pensaba que la enfermedad del príncipe era demasiado extraña, porque le había hecho olvidar todos los idiomas, menos el latín. Además, todos sus gestos eran completamente diferentes. “Pero no debo decirle esto a nadie, porque podría ser llevado al calabozo”, pensó el ayudante de Tom. “Debe ser el príncipe, sería imposible que existan dos personas tan maravillosamente iguales sin ser hermanos gemelos”.

El rey estaba en su habitación. El canciller, el hombre que se encarga de los asuntos con otros países le dijo:

—Señor, hay una sentencia de muerte para el duque, pero no se puede llevar a cabo si usted no usa su sello real.

El rey estaba muy enfermo, a veces se le olvidaban las cosas.

—No recuerdo dónde lo puse. ¿Acaso no lo tienes tú?

—Su majestad, yo vi cuando se lo dio al príncipe para que él lo guardara. Si me lo permite, mandaré a un sirviente para que se lo pida.

—Ve tú, ese sello no puede perderse —contestó el rey.

Después de un rato regresó el canciller.

—Lo siento su majestad, pero el príncipe sigue muy enfermo. Dice que no recuerda el sello. De hecho, me parece que ni siquiera sabe qué es.

—Entonces usaremos el sello pequeño, también sirve. ¡Ay, mi pobre hijo! Se enferma justo ahora que podría convertirse en rey.