El corazón de las tinieblas página 3

—Buen día —me dijo—. Sólo salí a tomar un poco de aire fresco.

Yo de inmediato comencé a sentir respeto por él. ¿Cómo era posible que estuviera tan bien arreglado en aquel lugar tan sucio? Después de un tiempo lo conocí mejor y supe que era el hombre más organizado de este mundo.

Todo lo demás en el campamento era un caos: personas, cosas, edificios. Ahí tuve que esperar diez días más. ¡Una eternidad! Viví en una choza hecha con tablones. Lo peor era unas moscas enormes que no picaban, ¡sino que mordían!

Para no aburrirme, iba a visitar al contador. Yo me sentaba en el suelo para verlo, mientras él trabajaba en su escritorio. A veces se ponía a hacer ejercicios, ¡y ni así se despeinaba! Cierto día colocaron a un enfermo en un catre dentro de su oficina. El contador dijo:

—No puedo trabajar con los quejidos de este hombre. Si no me concentro, es muy fácil cometer errores.

Un día me dijo:

—Cuando esté en el interior, se encontrará con el señor Kurtz.

—¿Quién es ése? —le pregunté.

—Es un agente de primera clase.

Yo creo que hice algún gesto de desilusión. Es posible, porque no sabía qué era eso y no me interesaba mucho. El contador continúo:

—Es un hombre importante. El más grande jefe en el país del marfil. Él solo envía tanto marfil como todos los demás jefes juntos.

De pronto se escucharon muchos pasos y voces fuertes. Había llegado una caravana. Todos hablaban a la vez.

—¡Qué horrible ruido! —dijo el contador—. No se puede trabajar así.

—Sí, creo —dije con timidez.

—Cuando vea al señor Kurtz, dígale que he anotado todos sus envíos.

—Yo no entendí qué tenía que ver eso con el ruido, pero le contesté que así lo haría.

—¿Sabe? El señor Kurtz llegará a ser alguien muy valioso.

Al día siguiente por fin abandoné el campamento. Iba con una caravana de sesenta hombres para recorrer cien kilómetros. No es necesario que te cuente el trayecto: caminos, caminos y nada más que caminos que atravesaban la selva. Subían y bajaban por barrancos y colinas. ¡El calor era insoportable! Y aunque iba con mucha gente, me sentía completamente solo.

Pasamos por algunas aldeas abandonadas. Como no eran sitios seguros, dormíamos en otros lugares. Así fueron nuestros días: levantarse, caminar, comer, caminar, acampar y dormir.

Algunas noches se escuchaba el ruido de tambores. Eran las tribus salvajes que hacían sus fiestas alrededor de una fogata. Eso les daba miedo a algunos, a mí me gustaba ese sonido, me hacía sentir tranquilo.

Casi todos los hombres de mi caravana eran negros. El único blanco era un tipo pasado de peso. Me hacía enojar porque se cansaba muy rápido y hacía que nos detuviéramos a cada rato. Un día le pregunté:

—¿Cómo fue que llegaste a este lugar?

—Para hacer mucho dinero —contestó molesto—. ¿Para qué otra cosa puede venir alguien a este sitio horrible?

Después de unos días se enfermó y le dio fiebre. Como pesaba ciento veinte kilos, nadie quería ayudar a cargar la hamaca en la que lo pusimos. Todos protestaban y se quejaban. ¡Algunos hasta amenazaron con huir!

Tuve que darles un discurso. Aunque muchos no hablaban inglés, se dieron cuenta qué molesto estaba y entendieron que debían cargar con la hamaca. Lo hicieron, pero podía escuchar sus quejas a lo lejos.

Comencé a sentirme extraño. No sé si era la molestia de los hombres de la caravana, o la selva, o los malos caminos, pero me sentía mal. Entonces recordé lo que me dijo el doctor cuando me examinó: “a la ciencia le interesa los cambios que sufren los humanos allá”. Sí, yo estaba cambiando.

Al décimo quinto día, llegamos a la Estación central. Estaba junto a una parte tranquila del río y claro, rodeada por la selva. Al verla pensé: “este lugar lo construyó el diablo”. Casi de inmediato, algunos hombres blancos armados con palos se me acercaron. Me vieron y se fueron con flojera.

Un muchacho alto de bigote negro se me acercó y me dijo muy emocionado:

—¡Qué bueno que están aquí! Los estábamos esperando. Aquí está el director en persona. Tiene muchas ganas de verlo.

Mi primera entrevista con el director fue curiosa. Cuando entré a su cabaña, no me invitó a sentar. Tenía los modales de una persona sin educación. Su sonrisa era falsa. Era un comerciante común. Todos lo obedecían, aunque no provocaba ni amor u odio. Tampoco lo respetaban mucho. ¡Ni siquiera era organizado! La estación estaba en terrible estado y seguro era por su culpa. No tenía cultura o inteligencia. Entonces pensé: ‘¿cómo llegó a tener el puesto de director?’. Tal vez porque siempre estaba sano.