En la costa había miles de remaches. Casi a cada paso podía encontrar alguno. En cambio, aquí no hallé nada. Mandé varias cartas para solicitarlos. Cuando llegaba el mensajero traía cuentas de cristal, pañuelos de algodón… un montón de cosas inservibles, ¡pero nunca remaches!
Luego me di cuenta de que en verdad el agente no estaba muy bien de su cabeza. Cambió la conversación y comenzó a hablar de hipopótamos. ¡De hipopótamos!
—A veces vienen por las noches. Dicen que duermen en el barco. Muchos hombres les han disparado, pero no les pasa nada. Es como si estuvieran encantados.
Después de decir eso, por fin se marchó. Era un joven muy extraño. Algo malo le pasaba. Ya quería que fuera de día para regresar a mi barco (bueno, no era mío, pero ya lo quería) y seguir arreglándolo.
Subí a él. Como era muy viejo, crujió muy fuerte. ¡Como si fuera a deshacerse! No era sólido, mucho menos bonito, pero le tomé cariño.
No me sorprendió ver a alguien en la cubierta. Era el capataz. Él era muy trabajador. Siempre estaba serio. Era calvo, pero tenía una gran barba. ¡Como si los cabellos al caer se le hubieran pegado ahí! Era tan larga que cuando se agachaba, tenía que cubrirse con una manta para no mancharse de barro. En las noches se iba al río a lavarla. ¡Luego la tendía como si fuera ropa! Lo que más le gustaba en la vida eran las palomas mensajeras.
Le di una palmada en la espalda y dije:
—Vamos a tener muchos remaches.
—¡No! ¿Remaches? Es como escuchar música del cielo —dijo emocionado.
Los dos comenzamos a comportarnos un poco como locos. Él se metió el dedo a la nariz y yo bailé por toda la cubierta del barco.
—¡Bravo por usted! —dijo, mientras se ponía un pie en la cabeza.
Hicimos tantos ruidos que varios habitantes salieron de sus habitaciones. En la puerta de la cabaña del director se vio una sombra. Luego desapareció casi inmediatamente.
—No había razón para que no nos los dieran —dijo el capataz.
—Así es, contesté. Llegarán en tres semanas —dije como si fuera algo oculto.
Pero no fue así. En lugar de remaches tuvimos una visita. Algo así como un castigo. Cada semana llegó un hombre vestido de blanco montado en un burro. Detrás de él venían muchos hombres negros. Ellos cargaban mochilas y casas de campaña. No sé, se veían absurdos. Parecía como si se hubieran robado un botín que no le servía a nadie.
—¿Quiénes son ustedes? —pregunté.
—La Expedición de Exploradores de Eldorado —dijo el hombre vestido de blanco.
Parece ser que todos sus miembros habían jurado guardar secreto. ¿Cuál? No tengo idea. Era un grupo horrible. No eran valientes, sino crueles. Sólo les importaba el dinero. No sé quién pagaba los gastos de aquellos hombres, pero sé que un tío del director estaba con ellos.
Él parecía un carnicero. Sus ojos eran astutos. Tenía una panza enorme y unas piernas cortas.
Tal vez se pregunten qué pasó con los remaches. Pues nada, no llegaban. Por eso decidí ya no enojarme por eso. Así que me dediqué a pensar en Kurtz. ¿Por qué era tan importante ese hombre? ¿Sería alguien superior?
Una noche, mientras estaba acostado en la cubierta de mi barco, oí voces que se acercaban. Eran el tío y el director caminando por la orilla del río. Volví a acomodarme. Ya me iba a quedar dormido cuando escuché que alguien dijo:
—Soy tan inofensivo como un niño, pero no me gusta que me den órdenes. ¿Soy el director o no lo soy? Me ordenaron enviarlo allí. ¡Es increíble!
Me di cuenta que estaban muy cerca. No me moví ni un centímetro.
—Es muy desagradable —dijo el tío.
—Él pidió a la administración que lo mandaran ahí —respondió el director—. Estoy seguro que alguien lo quiere mucho en la oficina central.
Los dos estuvieron de acuerdo. Luego dijeron varias cosas que no entendí. Todavía estaba medio dormido, pero después escuché:
—Tenemos que dejarlo fuera de combate.
En ese momento me di cuenta de que estaban hablando de Kurtz. ¿Querían hacerle daño? No lo podía asegurar. No escuché lo suficiente para saber.
—¿Cómo logró mandar tanto marfil? —preguntó el tío.
—Nadie lo sabe.
Mientras ellos platicaban, yo intentaba imaginarme a Kurtz. Es raro, pero nunca pronunciaron su nombre, sólo decían: ‘aquel hombre’. Kurtz tenía un amigo al que ellos llamaban: el canalla.
El ‘canalla’ informó que ‘aquel hombre’ había estado muy enfermo, pero que ya se sentía bien.
Los dos hombres debajo de mí se alejaron unos pasos. ¡Ya no pude escuchar! Luego se acercaron de nuevo y oí:
—Es un comerciante. Un tipo malvado que les quita el marfil a los nativos.
¡Otra vez ya no sabía de quién hablaban! Creo que de alguien que no le caía bien al director y que estaba en el distrito de Kurtz.
—¡Tienes que deshacerte de él! —gritó el tío.
—Sí, es posible —dijo el director—. Al que no soporto es a aquel hombre. ¡No puedo creer que quiera ser director!