Cuentos de Antón Chéjov página 2

—Necesito dinero y ella me lo niega —dijo Nicolás. Esa joya era de mi madre. Pero mi mujer se apoderó de todo… Perdóneme. ¿Se queda usted?

—¡No! grita Máchenka temblando.

—¡Nicolás! —grita desde la es­calera Fedosia.

La cara pálida de Nicolás suplica, pero Máchenka le dice de nuevo que no. Él hace un gesto desesperado y sale. Media hora después Máchenka ya estaba en camino a su casa.

Nunca le gustaron las mentiras ni las ofensas, así que decidió buscar otro trabajo.

ENTRE CHIQUILLOS

Papá, mamá y la tía Nadia no están en casa. Fueron a un bautizo.

Lo están esperando Gricha, Ania, Aliocha, Sonia y el hijo de la cocinera, Andrei. Están sentados alrededor de la mesa jugando a la lotería. Es la hora de irse a acostar, pero no les importa. En medio de la mesa hay un plato con cinco moneditas.

Los niños juegan dinero: cada apuesta es de una moneda. Gricha es el más emocionado. Es un niño de nueve años. Está en la primera clase. Por esto lo consideran el más sabio. Su hermana Ania, de ocho años, tiene miedo de que los otros ganen; por eso vigila atentamente a los demas. Las moneditas no le interesan.

La otra hermana, Sonia, tiene seis años. Juega para distraerse. Su cara está alegre, aplaude y se ríe cada vez que alguien gana.

Aliocha es un chico latoso. Él juega por las peleas que son inevitables en el juego. Disfruta cuando alguien le pega a otro. Como no conoce todos los números, su hermana Ania lo ayuda y tapa por él sus cartones.

El quinto jugador es el hijo de la cocinera, Andrei. Siempre se queda inmóvil y fija su mirada soñadora en los números.

IMAGEN 5

Todos, a excepción de Sonia y Aliocha, cantan los números por turno.

—¿El treinta y dos! —exclama Gricha.

Ania ve que Andrei no ha notado el número en sus cartones, pero no le dice nada.

—¡El veintitrés! —sigue Gricha—. ¡El nueve!

—¡He ganado! ¡He ganado! —grita Sonia, levantando los ojos.

Las caras de los jugadores cambian.

—¡Hay que comprobar! — dice Gricha mirando a Sonia con odio.

Como tiene fama de ser más inteligente, Gricha siempre revisa que no se haga trampa. Se hace todo lo que él manda. Con mucho cuidado comprueba los cartones de Sonia. Está enojado porque no encontró ningún engaño. Juegan otra partida.

—¡He ganado! —grita con toda su fuerza Gricha y toma el dinero—. ¡He ganado!… ¡Pueden revisar!

El hijo de la cocinera se pone triste y murmura:

—Entonces ya no puedo jugar.

—¿Por qué?

—Porque… porque no tengo más dinero.

—Te presto —dice Sonia—; pero no olvides devolvérmelo.

Sonia pone el dinero y el juego vuelve a empezar. Esta vez gana Andrei.

—¡Ha hecho trampas! —dice Aliocha de pronto.

Andrei se pone pálido, hace un gesto de enojo, y ¡pam!, le da a Aliocha un golpe en la cabeza. Éste salta furioso encima de la mesa y le da a Andrei una cachetada. Se dan otros golpes y ambos se ponen a llorar… Sonia llora también porque no le gusta cuando esto pasa. Pero el juego no termina por este motivo. En cinco minutos los chicos ya están platicando y riendo de nuevo. Aliocha está feliz: ¡Ha habido pelea!

En el comedor entra Vasia, el hermano mayor que va en la quinta clase. Su aspecto es de mucha flojera. Él dice:

—¡Es terrible! ¿Cómo se puede dar dinero a los niños y dejarlos jugar con él?

Pero los niños parecen tan divertidos que le dan ganas de jugar.

—Pon una moneda —le dicen.

Como ya es grande, no tiene esas moneditas. Así que Sonia tiene que prestarle. El muchacho se sienta y comienza el juego. Ania lee las cifras.

—¡Se me ha caído una moneda! —exclama Gricha inquieto—. ¡Esperen!

Toman la lámpara y se arrodillan debajo de la mesa para buscarla. Sus manos sólo encuentran cáscaras de nueces. Vasia le quita a Gricha la lámpara de las manos y la pone en su sitio. Gricha sigue su búsqueda a oscuras.

Por fin la encuentra. Los jugadores vuelven a sentarse y quieren seguir jugando.

—Sonia está dormida —dice Aliocha.

Tiene su cabecita sobre los brazos cruzados y duerme tranquila, como si estuviera en su cama. Se ha dormido sin notarlo mientras los otros buscaban la moneda.

—Anda, acuéstate en la cama de mamá—le dice Ania sacándola del comedor.

Todos la acompañan. Cinco minutos después la cama de mamá ofrece un espectáculo sorprendente: Sonia duerme; al lado suyo ronca Aliocha. Gricha y Ania descansan sus cabezas en las piernas de sus hermanas. También el hijo de la cocinera está ahí. Todos duermen. Alrededor están tiradas las moneditas que han perdido su valor hasta el próximo juego. ¡Buenas Noches!

LA PRINCESA

Por los arcos del monasterio masculino, entró un carruaje tirado por cuatro bonitos caballos. Los monjes reconocieron desde lejos a la princesa Viera. Se alzó el velo oscuro y se acercó a todos los monjes.

—Díganme la verdad —dijo ella—. ¿Se aburrieron sin mí?

Aunque nadie le contestó, la joven continuó:

—Pero si hace apenas un mes que estuve con ustedes. Bueno, pues ya estoy de vuelta. Vean a su princesa. ¿Y dónde está el padre mayor? ¡Tengo tantas ganas de verlo! ¡Es un viejo maravilloso en verdad! Ustedes deben estar orgullosos de tener a un padre superior así.

Cuando el gran sacerdote entró, la princesa gritó de emoción. Luego cruzó las manos sobre el pecho y se acercó a él por una bendición.

—¡No, no! ¡Déjeme hacerlo! —dijo ella, tomando su mano y besándola tres veces.

El sacerdote le quitó la mano, pero ella se la volvió a tomar.

—¡Cuánto me alegra verlo, santo padre! De seguro usted olvidó a su princesa. Yo sólo pensaba en este simpático monasterio. ¡Qué bien me siento con ustedes! ¡Aquí todo es paz y amor!

La princesa se puso a llorar. Hablaba sin descanso y emocionada.

El sacerdote era un viejo de unos setenta años, serio y muy callado. A veces decía:

—Así es, su excelencia… la escucho… entiendo…

—¿Estará con nosotros por mucho tiempo? —preguntó luego de escucharla un rato.

—Hoy voy a pasar la noche aquí y mañana voy a ver a una amiga. Pasado mañana vendré de nuevo. Estaré unos tres o cuatro días. Quiero descansar mi alma aquí, santo padre…

A la princesa le gustaba visitar el monasterio. En los últimos dos años había elegido ese lugar. Iba casi todos los meses de verano. Vivía ahí unos dos o tres días o hasta una semana. Le gustaba el silencio, el olor a hierba, la comida modesta, las cortinas baratas de las ventanas. Ahí se sentía más pura.

A veces estaba en su habitación una media hora y sentía que ella también era tímida como el monasterio. Incluso pensaba que se parecía mucho al viejo sacerdote, a pesar de no tener ni treinta años. ¡Hasta pensaba que no le importaba el dinero!

Por las mañanas pensaba que los monjes al verla decían:

— Dios nos envió a un ángel…

Por esto al pasar junto a ellos intentaba parecer un pájaro.

A la mañana siguiente salió a pasear. Desde el jardín escuchó el canto hermoso del coro del monasterio. Pensaba que sería bueno quedarse para toda la vida ahí. Quería olvidar por completo al príncipe que la engañó. Deseaba dejar atrás todas sus tristezas. Ni siquiera le importaba su dinero.

De pronto pasó cerca de ella una anciana con un morral. La princesa pensó que sería bueno detenerla y decirle algo cariñoso, ayudarla… Pero la mujer no quiso mirarla ni una vez y dio la vuelta por la esquina.

Un poco después apareció en la alameda un hombre alto, de barba canosa y sombrero. Al acercarse a la princesa reconoció al doctor Mijaíl. Recordó que alguien le había dicho que su esposa había muerto el año pasado. Quiso consolarlo.

—Doctor, tal vez usted no me reconoce —le dijo sonriendo.

—Claro que sé quién es, princesa —dijo el médico y se quitó el sombrero.

—Gracias. Pensé que también había ol­vidado a su princesa. Las personas sólo recuerdan a sus enemigos y a los amigos los olvidan. ¿Usted vino a rezar?                                                   

—Cada sábado paso la noche aquí. Es mi obligación. Curo en este lugar.

—No sabía —dijo la princesa—. ¡Oí que se murió su esposa! ¡Qué desgracia!

—Sí, para mí es una gran desgracia.

—¡Qué hacer! Debemos soportar las desgracias con humildad.

—Sí, princesa.

La expresión del doctor era fría y seca.

—¡Hace tanto tiempo que no nos veíamos! —dijo ella—. ¡Cinco años! En este tiempo yo me casé… de condesa me volví princesa. Y me separé de mi marido.
—Sí, lo oí.

—¡Dios me envió muchas pruebas! Tal vez sabe que casi no tengo dinero. Mi marido me dejó con muchas deudas. ¡No sabe cuánto he sufrido! He cometido errores.

—Sí, princesa, muchos sufrimientos y errores…

Ella preguntó:

—¿Usted, en qué errores piensa?

—Los mismos que usted dijo —respondió el doctor y sonrió con malicia. —¿Pa­ra qué hablar de ellos?

—No, dígame, doctor. A mí me gusta escuchar la verdad.

—Yo no soy juez, princesa.

—Lo dice en un tono muy raro, entonces, sabe algo. ¡Dígame!

—Si lo desea, le diré todas sus equivocaciones.

El doctor pensó un poco y empezó:

—Errores hay muchos, pero el principal de ellos es el asco que le tiene a las personas. El asco a las personas mal vestidas, a los sirvientes, en fin, a todos los que no son como usted. Ni siquiera es capaz de saludarlos de mano, así como no me saludó de mano a mí.

—¡Se ha molestado conmigo! —dijo la princesa y le dio la mano.

—¿Enojarme yo? —y se echó a reír—. Hace tiempo que deseaba decirle todo esto. A usted le encanta tratar mal a las personas, pero finge que es muy buena.

—¿Yo? —dijo la princesa e hizo un gesto de sorpresa.

—¡Sí, usted! ¿Necesita hechos? Tiene muchos sirvientes, pero lo que les paga apenas les alcanza para comer. Lo que más me molesta es que ¡tiene una fortuna de más de un millón, y no hace nada por las personas, nada!