Cuentos de Antón Chéjov página 3

La princesa estaba asombrada, asustada y ofendida. No sabía qué decir. Nunca le habían hablado así.

—¡No es verdad! —contestó en voz baja. —¡Yo hice muchas cosas buenas por las personas, usted lo sabe!

—¡Lo que hace por la gente! No lo hace por ellos, sino para sentirse bien usted.

—¿Cómo se atreve? —gritó la princesa.

—¿Recuerda la casa de ancianos que hizo? Le mandó poner un piso caro y hermoso. Compró las sábanas más finas. Todo era maravilloso. Luego puso ahí a diez ancianas muy pobres. ¡Pero no las dejaban caminar para no ensuciar el piso! ¡Tenían que dormir en la tierra para no manchar las sábanas! Pero eso sí, cuando usted iba de visita, las bañaban y ponían ropa limpia para que usted las viera.

—¡Eso no es cierto!

—Lo es. Yo era el médico de ahí. Así que sé lo que pasaba. Las pobres mujeres sólo querían escapar. ¿Y la escuela?

—Claro, no me puede decir que no hice cosas buenas en la escuela.

—¿Recuerda que quiso dar clase usted misma a los hijos de los campesinos? De seguro no sabe que ellos no la querían. ¡No les enseñaba nada! Por eso los chiquillos huyeron de sus clases. Pero como no se podía quedar el salón vacío para usted, tuvieron que pegarles para que volvieran. Usted piensa que nuestro pueblo es ignorante, pero no es así.

—¡Váyase! —dijo llorando la princesa—. ¡Váyase!

—¡Y cómo trata a sus empleados! —continuó el doctor. —No los considera personas. Por ejemplo ¿por qué me despi­dió a mí? Le serví diez años a su padre, después a usted. Me gané el amor de todos y un buen día, ¡me anuncian que ya no sirvo! ¿Por qué? ¡Hasta ahora no lo entiendo! Yo soy un doctor, un estu­diante de la Universidad de Moscú, un padre de fami­lia.

—Le pedí…

—Yo oí después que mi mujer —continuó el doctor—, sin que yo supiera, fue a verla en secreto unas tres veces para rogarle por mí. ¡Usted no la recibió ni una vez! Dicen que lloró en el recibidor. ¡Yo no le voy a perdonar eso nunca! ¡Nunca!

El doctor se calló y apretó los dientes. Todavía estaba muy enojado entonces dijo:

—¡Y qué tal su relación con este monasterio! A usted nunca le importó nadie. ¿Para qué viene aquí? ¿Cree que les hace falta a los monjes? Pregunte cuánto tienen que gastar los pobres monjes cuando usted viene. Ah, pero si no la reciben como espera, ¡los va a acusar con el obispo!

—Bueno, eso fue la vez que…

El padre mayor es un hombre ocupado, un científico, no tiene ni un minuto libre y usted lo llama a su cuarto a cada rato. No lo respeta ni por su vejez, ni por su sabiduría. ¡Y lo peor de todo es que no les ha donado ni cien rublos!

Cuando a la princesa la molestaban o la ofendían, sólo se ponía a llorar. El doctor se calló de pronto y la miró. Su rostro se puso serio y dijo:

—Perdóneme, princesa. No debí decir todo esto. Esto no está bien.

Se puso el sombrero y se fue muy rápido.

La princesa se sentía ofendida. Lloraba y pensaba que sería bueno irse a un monasterio para toda la vida, así nadie la lastimaría de nuevo. Al llegar a su cuarto, vio su rostro lloroso en el espejo y se maquilló, después fue a cenar. Los monjes sabían que le gustaba el pescado, los hongos y los pasteles sencillos de miel, así que eso le sirvieron.

Al comer pensó que cuando viviera en un convento, todos los que le habían hecho daño sufrirían. Luego ella rezaría por sus enemigos para que vieran lo buena que era. La sirvienta le hizo la cama y se acostó a dormir.

Por la mañana se despertó y recordó a todos sus conocidos. Sonrió y pensó que, si esas personas supieran entrar en su alma, todas estarían a sus pies…

Afuera ya estaban todos los monjes en una fila para despedirse de ella. Justo como le gustaba.

—¡Adiós, amigos míos! ¡Hasta pasado mañana!

Le asombró que junto a los monjes estaba también el doctor. Eso le dio mucho gusto.

—Princesa —dijo quitándose el sombrero—, hace tiempo que la espero aquí. Perdone, por Dios… Ayer me dominó un mal sentimiento, uno vengativo, y le dije muchas… tonterías. En una palabra, le pido perdón.

La princesa sonrió y le acercó la mano. Él se la besó y se puso rojo.
Luego ella caminó hacia el carruaje, intentando parecer un pájaro. Pensaba que no había mayor alegría que llevar amor a todas partes, además de perdonar las ofensas y sonreír a los enemigos. Cuando los campesinos la veían pasar, se inclinaban ante ella. Parecía que volaba sobre nubes o que era una nubecita ligera.
—¡Qué feliz soy! –murmuró cerrando los ojos. —¡Qué feliz soy!

La princesa no había aprendido nada sobre su mal comportamiento.

EL CAMALEÓN

El inspector de policía Ochumélov cruza la plaza del mercado. En el lugar no hay nadie. Las puertas de las tiendas están abiertas, pero ni siquiera se acerca alguien a pedir limosna.

—¡Ah! ¡Me has mordido! —escucha de pronto Ochumélov—. ¡No lo dejen salir, muchachos! ¡Sujétalo! ¡Ah… ah!

Se oye el chillido de un perro. Ochumélov voltea y ve que, del almacén de leña, saltando sobre tres patas, sale corriendo un perro. Lo persigue un hombre, cae y agarra al animal por las patas traseras. Se oye un nuevo chillido y otro grito:

—¡No lo dejes escapar!

Pronto se junta una multitud.

—¡Se ha producido un desorden, señoría! —le dice al inspector, un policía llamado Eldirin.

Ochumélov da media vuelta a la izquierda y se dirige hacia el grupo. En la misma puerta del almacén ve al hombre. Éste levanta la mano derecha y muestra un dedo lleno de sangre. En el centro del grupo, con las patas temblando, está sentado en el suelo el culpable del escándalo. Es un cachorro de galgo color blanco. Son perros muy veloces. En sus ojos se ve que tiene mucho miedo.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunta Ochumélov—. ¿Qué es esto? ¿Qué haces tú ahí con el dedo?… ¿Quién ha gritado?

—Venía a hablar con el dueño del almacén —dijo el hombre—, y este maldito perro me ha mordido el dedo. Yo soy un hombre que se gana la vida con su trabajo. Me tiene que pagar porque estaré una semana sin poder moverlo.

—¡Hum!… Está bien… —dice Ochumélov—. Está bien… ¿De quién es el perro? ¡Les voy a enseñar a no dejar a los perros sueltos! Ya es hora de que aprendan a cumplir la ley. Y al perro hay que matarlo de inmediato. De seguro tiene rabia…

—Es del general Zhigálov —dice alguien.

—¿Del general Zhigálov? ¡Hum! Ahora que lo pienso, hay una cosa que no comprendo: ¿cómo le hizo para morderte? —le dice Ochumélov al hombre del dedo lastimado—. El perro es pequeño, y tú, ¡tan grande! Yo creo que te lastimaste con un clavo e inventaste esa mentira.

—Señoría, yo lo vi. Acercó un cigarro para molestar al perro. Por eso lo mordió —dijo alguien.

—¡Mientes! —gritó el hombre herido.

—¡Basta! —dijo el inspector.

—Yo creo que el perro no es del General —dijo pensativo el policía—. Él no tiene perros como éste. Los suyos son de raza.

—¿Estás seguro?

—Sí, su señoría…

—Yo pienso lo mismo —dijo el inspector—. Los perros del general son caros, mientras que éste no tiene ni pelo. ¿Cómo va a tener un animal así? Hay que castigar al dueño de este animal.

—Aunque podría ser del General… —piensa el policía en voz alta—. El otro día vi en su patio un perro como éste.

—¡Es del general, seguro! —dice una voz.

—¡Hum!… Lleva el perro al general y pregunta allí. Di que yo lo he encontrado y que se lo mando… Llévalo con cuidado porque es un animal fino y delicado. ¡Y tú, tonto, ya está bien de mostrarnos tu dedo! ¡Tú tienes la culpa!

—Por ahí va el cocinero del general —dice el policía—, vamos a preguntarle. ¡Eh! ¡Acércate, amigo! Mira este perro… ¿Es de ustedes?

—¡Qué ocurrencias! ¡Jamás hemos tenido perros como éste en nuestra casa!

—¡Basta de preguntas! —dice Ochumélov—. Es un perro vagabundo. No perdamos más el tiempo.  Si yo he dicho que es un perro vagabundo, es un perro vagabundo. Hay que matarlo y se acabó.

—No es nuestro —dice el cocinero—. Es del hermano del general que llegó hace unos días. A mi amo no le gustan los galgos. A su hermano le encantan.

—¿Es que ha venido su hermano? ¿El gran Vladimir? —pregunta Ochumélov con una sonrisa que ilumina su rostro—. No me había enterado.

—Así es.

—Vaya. Y yo sin saberlo. ¿Así que el perro es suyo? Me da mucho gusto. Llévatelo… El perro es noble y fino ¡Le ha mordido el dedo a este tonto! Ja, ja, ja…

El cocinero llama al animal y se aleja con él. La gente se ríe del hombre herido.

—¡Ya nos veremos las caras! —le amenaza Ochumélov y sigue su camino por la plaza del mercado.