Cuentos de Antón Chéjov página 5

EL PRESUMIDO

Un inteligente y respetado comisario tenía la mala costumbre de ser muy presumido.

—¡Yo soy fuerte! —decía—. Si quiero rompo la cerradura. Si quiero, me como a un hombre. Puedo destruir una ciudad, ¡Miren qué valiente soy!

Él presumía y todos se sorprendían. Por desgracia, el comisario no había terminado la escuela y no leía ningún libro. Él no sabía que no era bueno comportarse así. Pero algo sucedió que le dio una gran lección.

Una vez pasó por casa de su amigo, un viejo jefe de bomberos. Al ver que había muchas personas, comenzó a presumir:

—¡Miren, insignificantes! ¡Miren y entiendan! ¡El sol va de oriente a occidente, y nadie puede cambiar su ruta! ¡Pero yo puedo! ¡Sí puedo! Para la mente humana no hay nada imposible. Y mi mente lo ha superado todo. Puedo romper cerraduras, construir una torre hasta el cielo, ¡cualquier cosa!

—Usted puede vencer todo, pero no se puede vencer a sí mismo —dijo una mujer que estaba ahí.

—¡Claro que me venceré!

—¡Ay, no se vencerá! ¡Créale, no puede hacerlo! —dijo su amigo.

Se armó una discusión. El viejo jefe de bomberos se puso del lado de la mujer. Para convencer a su amigo lo llevó a una tienda de baratijas, y le dijo:

—Ahora te mostraré… Este tendero tiene un billete de diez rublos en este cofrecito. Si te puedes vencer, no tomarás ese dinero…

—¡Y no lo tomaré! ¡Me venceré!

El orgulloso cruzó las manos sobre el pecho y, ante la atención general, empezó a pelear contra sí mismo. Largo tiempo luchó y sufrió. Por media hora se sonrojó y apretó los puños. Al final no resistió y extendió la mano hacia el cofrecito, sacó el billete de diez rublos y lo metió en su bolsillo.

—¡Sí! —dijo él—. ¡Ahora entiendo que no puedo luchar contra mí!

Y desde entonces jamás volvió a ser presumido, porque supo que estaba muy mal hacerlo.

AMENAZA

A un señor le robaron un caballo. Al día siguiente apareció en todos los periódicos el siguiente anuncio:

«Si no me devuelven el caballo que me ha sido robado, me obligarán a hacer lo mismo que hizo mi padre en el mismo caso».

La amenaza surtió efecto. El ladrón pensó que debía ser algo horrible y extraordinario. Le dio mucho miedo y llevó el caballo a la hacienda de donde lo había robado. El dueño se puso muy feliz y decía a sus amigos que estaba contento de no haber tenido que seguir el ejemplo de su padre.

—Pero, bueno, ¿qué es lo que su padre hizo? —le preguntaron.

—Se los voy a contar… Le quitaron el caballo en una posada. Entonces, él se puso la silla de montar en la espalda y regresó a casa a pie. Juro que yo hubiera hecho lo mismo si el ladrón no me regresa mi caballo.

Al final, la amenaza era una tontería, pero fue suficiente para asustar al ladrón.

EL SIGNO DE ADMIRACIÓN

La noche antes de Navidad, el secretario Efim se fue a dormir apenado y hasta ofendido.

—¡Déjame en paz! —gritó con furia a su mujer cuando ésta le preguntó por qué estaba tan enojado.

El pobre había tenido un mal día en el trabajo. Algunas personas le dijeron que los empleados no eran muy inteligentes y eso lo molestó.

—¡Usted, por ejemplo, Efim! —exclamó un joven abogado dirigiéndose a él—. Ocupa usted un puesto con un poquito de importancia y, sin embargo, ¿hasta qué grado estudió?

—A nosotros no se nos exige un alto grado de estudios, señor —contestó Efin con amabilidad—. Con escribir correctamente basta.

—¿Y dónde ha aprendido usted a escribir?

—Me he ido educando la mano… ¡En cuarenta años de servicio uno aprende muchas cosas! ¡Claro que al principio me costaba trabajo! Me equivocaba mucho, pero luego me acostumbré y ahora escribo muy bien.

—¿Y la puntuación?

—La puntuación también la uso como debe ser.

—¡Hum! —expresó el joven—. ¡Sin embargo, la costumbre es una cosa distinta a la educación! La buena ortografía debe ser aprendida. ¡Esa ortografía que usa, es como una si fuera una máquina y nada más!