Cuentos de Antón Chéjov página 6

Efim no contestó nada y hasta sonrió (el joven era el hijo de alguien importante y estaba ya en décimo grado). Pero ahora, mientras se acostaba, se sentía lleno de indignación y de cólera.

«¡Cuarenta años prestando servicio sin que nadie me llamara tonto y ahora un niñito me llama ¡máquina! ¡Que te lleve el diablo! ¡Seguro sé más que tú a pesar de no haber estudiado en tus universidades!», pensó.

Ante los cerrados ojos de Efim, que ya estaba soñando, pasó volando una hermosa coma. Luego otra y después una tercera. Llegó el momento en que estaba entre un montón de comas voladoras.

«¡Estas comas, por ejemplo! —pensó Efim sintiendo una gran tranquilidad— ¡Las comprendo muy bien! ¡A cada una le puedo buscar su lugar perfecto! ¡No así, como sí! ¡Las comas se ponen en los diferentes sitios en que hacen falta! Si el texto es muy complicado, sólo se necesitan más comas. Si en un papel tienes que escribir nombres, hay que separarlos con una coma. ¡Lo sé perfectamente!».

Las doradas comas giraron veloces hacia un lado y llegaron en su lugar muchísimos puntos voladores.

«El punto se pone al final de un texto. Cuando hay que hacer una pausa, se pone punto. Después de las frases largas, para que el secretario no gaste demasiada saliva, hay que poner punto. ¡Y el punto no se pone en ningún sitio más!».

Las comas regresan volando, se mezclan a los puntos, giran y, ante los ojos de Efim, aparece una gran cantidad de puntos y comas y de dos puntos.

«También los conozco», piensa.  ¡Y me gustan tanto! Cuando una coma es poco, pero sobra un punto, entonces hay que poner punto y coma. Y los dos puntos, se ponen después de esas palabras que ponen en orden a las demás».

Los puntos, las comas y los dos puntos se apagaron. ¡Había llegado el turno a los signos de interrogación! Estos se pusieron a bailar entre las nubes.

«Las interrogaciones son muy fáciles ¡Aunque fueran mil, a todas sabría ponerlas en su lugar!

 Siempre van cuando se hace una pregunta. Por ejemplo, ¿acaso el muchachito este no es un tonto?».

Los signos de interrogación inclinaron sus ganchos para decir que estaban de acuerdo y luego se estiraron hasta convertirse en signos de admiración.

«¡Hum! Este signo suele ponerse en las cartas: ¡Hola señor mío!, o ¡Excelencia y bienhechor! Pero nunca los he usado en los papeles de negocios. Sin duda son los signos más divertidos».

Efim empezó a recordar los documentos que había escrito durante los cuarenta años; pero por mucho que pensaba, en su pasado no encontraba ni un solo signo de admiración.

«¡Vaya historia! ¿Cuándo se usará ese diablo largo?».

Efim movió la cabeza y abrió los ojos.

«¡Puf! ¡Así no es posible dormirse en toda la noche!».

—¡Marfuscha! —dijo a su mujer, que sí había estudiado en un colegio—. ¿Sabes cuándo se pone signo de admiración en los papeles de negocios?

—¿Cómo no lo voy a saber? ¡Para algo he estudiado siete años en un colegio! ¡Me sé de memoria toda la gramática! Se ponen al exclamar, al expresar entusiasmo, indignación, alegría, enojo y otros sentimientos.

«Así es… —pensó el secretario—. Entusiasmo, indignación, alegría, enojo y otros sentimientos».

El hombre se quedó pensando. ¡Cuarenta años escribiendo papeles! ¡Había escrito miles! ¡Decenas de miles! Pero no recordaba ningún renglón que expresara entusiasmo, indignación ni nada parecido.

—Pero ¿es que acaso aquellos papeles no tenían sentimientos?

Efim se sentó en la cama. Le dolía la cabeza y de su frente brotaba un sudor frío. El signo de admiración ya no estaba dentro de sus ojos cerrados, sino delante él, en la misma habitación y guiñando los ojos burlonamente…

«¡Eres una máquina de escribir…! ¡Máquina! —murmuraba signo fantasma sobre él—. ¡Insensible pedacito de madera!».

Efim se cubrió con la manta, pero a través de ésta seguía viendo al signo. Acercó la cara al hombro de su mujer; pero tras él surgía la misma visión. El pobre pasó la noche lleno de miedo. Durante todo el día siguiente tampoco le abandonó el fantasma. Lo veía por todas partes, al ponerse los zapatos, en la taza de té…

«Sentimientos —pensaba—. ¡Eso es verdad! ¡En este trabajo nada tiene sentimientos!».

Cuando Efim salió a la calle le pareció que el signo de admiración lo seguía. Así se fue a la casa de su jefe.