Cuentos de fantasmas página 4

—¡Mi padre, mi padre! —gritaba.

Ella no se podía controlar, tiró una de las velas y de pronto corrió hacia donde yo estaba.

—¿Su padre, aquí, dónde?

—Ahí, junto a la escalera —dijo ella.

—Va vestido de blanco —siguió gritando. En camisa.

—Señorita, cálmese, por favor. Su padre está enfermo, en cama, muy lejos de aquí.

—¿Muriéndose?

—Espero que no —contesté.

La mujer lanzó un largo gemido y se cubrió la cara con ambas manos.

—¡He visto su fantasma! —dijo.

Me tomó del brazo y no me soltó.

—Es mi castigo por lo que le hice. Ahora viene a vengarse —siguió diciendo—. ¡Sáqueme! ¡Sáqueme de aquí, por favor!

Tomé una de las veladoras y la saqué por la puerta de atrás. Ya en el patio, ella se tranquilizó un poco.

—Ahora me voy —le dije—, debo ver a su padre.

—Por favor, cuénteme cómo lo encontró.

—¿Cómo haré eso? —le pregunté.

Ella volteó a su alrededor, vio una piedra a la entrada de la casa y dijo:

—Escriba una nota y póngala debajo. Yo la buscaré después.

Creo que no es necesario que cuente que el capitán ya había dejado esta vida cuando llegué. Entré a su cuarto y ahí escribí la nota para su hija. Me fui a casa, pero dormí muy mal. Me levanté en la noche y vi un resplandor rojo que cubría el cielo. Al asomarme por la ventana, vi que una casa se estaba incendiando. En ese momento recordé que había apagado una vela, pero no la que ella tiró al ver al fantasma de su padre.

Fui al día siguiente, pero ya no había ninguna casa. Tampoco estaba la piedra donde debía poner mi nota. A veces me preguntó qué habrá pasado con el fantasma del anciano o con su hija, pero prefiero no volver a meterme en asuntos sobrenaturales.

LO MEJOR DE TODO

Ashton Doyne era un gran y famoso escritor. Él murió sin decirle a nadie qué hacer con sus cosas personales. Su esposa decidió que alguien escribiera su biografía, es decir, un libro sobre su vida. La mujer eligió a Jorge Whitermore. Él había sido un amigo de su esposo, pero era mucho más joven que él.

—Quiero que escriba varios volúmenes sobre su vida —le dijo la esposa.

—Será un gran honor —contestó Jorge—, pero no entiendo por qué yo.

—Eso no es importante. Allá arriba están todas las cosas que necesitará: sus cartas, apuntes, diario, notas. En fin, todo lo que nadie ha visto de él.

Jorge era un periodista joven. Ni siquiera era conocido. Sus obras eran pequeñas y pocas. Todo lo contrario a Doyne, que había vivido mucho, era muy talentoso y todos lo consideraban un gran escritor. La esposa era extraña. A Jorge nunca le agradó mucho, pero algo le hizo aceptar el trabajo, aunque no entendía muy bien qué fue.

La esposa le dijo que trabajaría en el estudio de su marido, por eso subieron a verlo.

—Aquí puede trabajar a la perfección —dijo la señora.

¡Y así era! El estudio parecía el sueño de cualquier escritor. Era un lugar callado, que estaba lleno de las cosas de su amigo: sus libros, su máquina de escribir, sus plumas. En fin, todo lo necesario.

—Debo decirle que trabajo en un periódico, por lo que sólo podré venir en las noches —le comentó Jorge—. Le prometo hacer lo mejor que pueda.

Al decir eso, se acordó de todos los bellos momentos que había pasado con su amigo y unas lágrimas rodaron por sus mejillas. Mientras lo veía, la señora también lloró.

—Doyne está aquí con nosotros —dijo él.

—Aquí es donde estamos nosotros con él —dijo ella.

El joven comenzó a ir desde el día siguiente. De inmediato sintió algo extraño: como que algún ente estaba ahí con él. Cada tarde lo sentía más y más. Al poco tiempo se dio cuenta de que su maestro trabajaba con él a su lado. «Creo que acepté este trabajo para tener esta sensación», pensó con un poco de miedo. Y claro, si en verdad ahí habitaba un fantasma, debía cuidarse un poco.

Ya había revisado algunos de los archivos de Doyne cuando pensó que tal vez a su amigo no le habría gustado que se hiciera una biografía sobre él. Pero no hizo mucho caso, porque le encantaba pensar que su maestro y él estaban juntos de verdad.