Cuentos de fantasmas página 8

—¿Acaso crees que los voy a vender? —preguntó Arthur.

—¡Promételo! —dijo ella con fuerza.

Arthur estaba sorprendido, pero le prometió que lo haría. Tal vez ya te diste cuenta, pero es que Perdita tenía muchos celos de su hermana y no quería que se quedara ni con su marido, ni con sus vestidos. «Arthur no se fijaría en mi hermana, que es demasiado bella. A él le interesa una vida tranquila» pensó Perdita.

—¿Te acuerdas del gran baúl que está en el desván? El que tiene los refuerzos de hierro —preguntó la enferma—. Es enorme. Que mi mamá guarde todo ahí, le ponga tres candados y te dé la llave. Luego tú las vas a guardar en el armario y la llave de éste la tendrás junto a ti hasta que le des los vestidos a mi hija. ¿Lo harás así?

Arthur lo prometió de nuevo y salió del cuarto muy triste. Un mes después de la muerte de su esposa, tuvo que salir de viaje por negocios, así que Rosalinda fue a cuidar a su sobrina. Cuando el dueño de la casa regresó, Rosalinda se quiso ir, pero la bebé lloraba en cuanto se alejaba. Por eso se quedó unos días más. Luego un mes, luego otro, hasta que por fin se fue. En ese tiempo Arthur se enamoró de su belleza y fue a pedirle que se casara con ella, quien, claro, aceptó de inmediato.

La boda fue pequeña. Es más, casi nadie se enteró. En un principio, el matrimonio fue feliz, pero dos cosas sucedieron: ella no podía tener hijos y él perdió mucho dinero en su negocio. Como a Rosalinda le gustaba vestir elegante y sabía hacer vestidos, esto no le afectó durante un tiempo, pero llegó el día en que le dijo a su marido:

—Arthur, yo sé que hay un baúl con los mejores vestidos de mi hermana. Yo creo que…

—Ni lo pienses —le contestó—. Esa ropa es para mi hija.

Rosalinda se dio cuenta de que no debía insistir. Pasaron varios meses más. El dinero cada vez era menos, así que se decidió y volvió a intentar, pero Arthur la interrumpió y dijo casi gritando:

—¡No me vuelvas a insistir! ¡Me enojaré mucho contigo si me vuelves a hablar de esto!

—Ahora veo que no me quieres —dijo Rosalinda. Te importan más unos vestidos que yo. ¿No te das cuenta de que hago el ridículo en la calle con esta ropa vieja? ¿Te importa más tu capricho?

—No es un capricho, querida, es una promesa —contestó Arthur—. Es más, es un juramento.

—¿A quién? ¿A quién le juraste esto que me hace tanto daño?

—A Perdita —dijo, mientras bajaba la mirada.

—Perdita… ¡Ah, Perdita! —dijo Rosalinda y se puso a llorar.

Ella pensaba que ya no tenía celos de su hermana, pero en ese momento explotaron. No se pudo controlar. Gritó, lloró, dijo cosas horribles y aventó los adornos de la casa hacia la pared.

—Dime, dime —gritó Rosalinda—. ¿Qué derecho tenía Perdita de que fueras tan malo conmigo? ¿Por qué me puede hacer tan infeliz? Ahora ya sé que ella siempre fue la importante.

Aunque Arthur sabía que su esposa no tenía razón, algo hizo que cambiara de opinión. Abrió el armario, de ahí sacó las llaves de los candados y se las dio a Rosalinda.

—¡Guarda eso! —le grito—. ¡Ya no me interesa!

—Ya no quiero saber nada de esto —dijo Arthur, dejó las llaves sobre la mesa y salió.

A la hora de cenar, Arthur regresó de su oficina. La comida estaba servida, pero su esposa no estaba en la mesa.

—¿Dónde está mi mujer? —preguntó Arthur a la cocinera.

—No la hemos visto en toda la tarde —contestó la mujer.

Arthur la buscó por toda la casa. Gritaba su nombre, pero no había respuesta. Al final, se le ocurrió que había subido al desván. Llegó al pie de la escalera, mientras seguía llamándola. Entró y vio al gran baúl. Frente a él estaba la figura de su esposa. De inmediato corrió hacia ella.

La tapa del baúl se encontraba abierta. Su tesoro estaba al descubierto: joyas y ropas de lujo. Rosalinda había caído hacia atrás. Una mano la tenía apoyada en el suelo y la otra en el corazón. Hacía rato que ya estaba sin vida. En su cara, se veía un gesto de terror. Sus labios parecían suplicar algo. Nadie sabe qué le sucedió, pero en el cuello tenía las marcas de un par de pequeñas manos que apretaron muy fuerte…