David Copperfield página 3

Cuando volví a mi casa, Uriah me alcanzó y dijo que deseaba acompañarme. Inés me había pedido que fuera amable con él, así que no pude negarme.

—Desde que lo conocí, señor Copperfield —me dijo—, quedé encantado con usted. Quiero preguntarle: ¿ha escuchado que ahora soy socio del padre de Inés?

—Sí, lo sé —dije sin mucho entusiasmo.

Me molestaba hablar con ese hombre, pero no podía evitarlo, así que él siguió conversando:

—Quiero contarle algo, señor Copperfield. La verdad es que quiero a la señorita Inés.

A mí no me gustó nada que me dijera eso. No sabía por qué, pero estaba furioso.

—Por favor, no se lo cuente a nadie.

—No lo haré, no se preocupe —dijo molesto.

Pobre Inés, estaba seguro que se casaría con Uriah solamente para salvar a su padre.

En cambio, todo iba muy bien en mi trabajo con el señor Spenlow. Un día me invitó a pasar unos días a su casa de campo. Iba a ir su hermosa hija Dora.

Cuando llegamos, me presentaron a Dora. Fue horrible ver que la amiga que la acompañaba, ¡era la señorita Murdstone! la hermana de mi padrastro. Tuve que ser lo más amable posible. De cualquier manera, no pude ocultar lo incómodo que estaba con aquella mujer que fue tan mala conmigo cuando era niño.

Más tarde me encontré a Dora y me preguntó:

—Usted no es muy amigo de la señora Murdstone, ¿verdad?

—No —contesté—, tiene toda la razón.

—Es una persona que no da mucha confianza —me dijo Dora, mientras sonreía con dulzura.

A la mañana siguiente fui a visitar a mi amigo Traddles.

—Estoy por casarme —me dijo—. Y tengo un par de amigos muy buenos: los señores Micawber.

—¡El señor y la señora Micawber! —exclamé—. ¡Qué coincidencia! Son amigos míos.

De pronto entró el señor Micawber, pero no me reconoció, así que le dije:

—¿Cómo está usted, señor Micawber? ¿Y cómo se encuentra su esposa?

—Estamos muy bien —contestó—. Es usted muy amable.

Luego se me quedó viendo y dijo muy contento:

—¿Será posible? ¿Es usted Copperfield? Sí, no hay ninguna duda. Usted es mi gran amigo Copperfield.

Estrechó mi mano y le pidió a su esposa que viniera, pues se iba a llevar una gran sorpresa. Cuando llegó la mujer, se alegró de verme. La ropa que traían ambos se veía vieja.

Luego los invité a comer. Cuando ya se iban, detuve a Traddles y le dije:

—Amigo mío, por favor, no le vayas a prestar dinero al señor Micawber. Es una buena persona, pero lo mejor es que no lo hagas.

Pero mi advertencia llegó tarde. Al día siguiente me llegó esta carta del señor Micawber:

Señor (porque ya no le puedo llamar mi querido Copperfield): Ayer tuve que ocultarle lo infeliz que soy. Me llegó una carta de los bancos diciéndome que me van quitar todo. Y, lamentablemente, eso incluye lo que posee el señor Traddles.

El señor Traddles firmó un papel en donde decía que yo le pagaría una buena cantidad de dinero, pero no podré pagárselo. Ya no sé qué hacer, soy el hombre más triste de la tierra.

¡Pobre Traddles! Yo sabía que el señor Micawber sabría salir del problema, pero, ¿qué sería de mi amigo Traddles y de su novia?

A la mañana siguiente, el señor Spenlow me invitó al cumpleaños de Dora. Me invitó a participar al paseo que se haría a los ocho días. Al poco tiempo, recibí un telegrama muy breve de Dora que decía: “Para recordarle al señor David Copperfield la invitación de papá”.

Estuve muy contento todo el tiempo que pasó desde esa fecha hasta el cumpleaños de Dora. Le compré unos bombones y unas bonitas flores.

El día llegó. Fui hacia donde me habían citado, me bajé del caballo y le di a Dora los bombones y el ramo de flores.

—¡Mira qué flores tan maravillosas, papá! —exclamó.

¡Qué paseo! Jamás tuve otro igual. El señor Spenlow, Dora y Julia (una amiga de Dora), iban en un carruaje descubierto y yo a caballo. Dora me miraba con afecto, y llevaba el ramo de flores que le di.

Luego de media semana, fui a visitar a Dora. Julia estaba con ella, pero a la media hora se paró y se fue. Cuando Dora y yo estuvimos solos, le dije que la quería y le pedí que fuera mi novia. Ella me dijo que sí. En ese momento supe que ella y yo nos casaríamos.

Pero la mala suerte iba tras de mí. A los pocos días llegó mi tía bastante preocupada. Una vez que se calmó me dijo:

—Estoy arruinada, querido Trot. ¡No tengo dinero! Todo lo que me queda está aquí contigo.

Yo no podía entender qué pasaba. Ella se dio cuenta y me abrazó mientras decía:

—Debemos ser lo más fuertes que podamos para salir adelante.

—¿Cómo ha sucedido, tía? —le pregunté.

—Invertí dinero en cosas que no debía. No pedí ayuda —me respondió.

—¿Puedo hacer algo por ti, tía?

—¿Qué quieres? ¿Ser marinero? ¿Entrar al ejército? Nada, nada. Tú seguirás siendo un procurador. Es lo que te conviene. Nada de locuras.

Luego llevé a Inés a su hotel, y ella me dio muchos consejos. Debo decir que si he hecho algo bueno en mi vida, es gracias a Inés.

Yo le hablé mucho de Dora, y mi amiga Inés no hizo más que elogiarla. ¡Qué pena siento ahora!