Mi querido y joven amigo:
La suerte está echada, todo ha terminado. Me dijeron que no recibiría el dinero que esperaba. Estoy arruinado. Espero, joven amigo, que me tome como ejemplo de lo que no debe hacer en su vida.
Éstas son las últimas noticias que recibirá sobre mí, estimado David Copperfield.
Wilkins Micawber.
Intenté despedirme, pero ya se habían ido. Todavía alcancé a ver su coche. El señor Micawber parecía sonreír mientras comía nueces. Su esposa iba a su lado. En ese momento supe que los iba a querer para siempre.
Pasó rápido el tiempo. Crecí. Ya era todo un joven, o sea, que perdí mi cara de niño. ¡Tenía 18 años! Vestía una chaqueta larga y llevaba un reloj de oro en el bolsillo. Había terminado la escuela y era hora de elegir una carrera, pero no sabía qué escoger.
Mi tía tuvo la idea de que hiciera un viaje, para descubrir qué quería, y decidió que fuera a mi antigua aldea a visitar a mi querida Peggotty.
En mi viaje tuve la suerte de toparme con un gran amigo mío, ¿puedes adivinar cuál? Pues te diré, yo estaba en el hotel, tomando algo, cuando lo vi. Me puse de pie, volteé hacia donde él estaba y le dije:
—¿Por qué no me hablas, Steerforth?
Me miró, pero no me reconocía.
—Creo que no me recuerdas —dije.
—¡Dios mío! —exclamó de pronto—. ¡Si eres el pequeño Copperfield!
Platicamos un rato. Él iba a ver a su madre, que vivía en Londres. Me invitó a acompañarlo. Su mamá me trató muy bien. Yo estaba muy contento de poder pasar tiempo con mi mejor amigo de la infancia.
—Acompáñame a visitar a Peggotty.
—¡Claro! —me contestó mi amigo—, pero será mejor que llegues tú primero. Yo te alcanzaré después.
Llegué a casa de Peggotty y toqué la puerta. Ella me abrió y me preguntó qué deseaba. La miré y sonreí, ¡pero ella no me reconocía! Habían pasado siete años desde la última vez que nos vimos.
—Vengo a preguntarle por una vieja casa —dije yo, fingiendo la voz—, en donde había un árbol muy grande.
Peggotty dio un paso atrás, y extendió las manos, asustada, como rechazándome.
—¡Peggotty! —grité.
Y ella exclamó:
—¡Mi niño, mi niño querido! —me abrazó y comenzamos a llorar de felicidad.
Estuve un rato con ella y platicamos mucho de nuestras vidas. Luego fui ir a visitar a la pequeña Emily.
En su casa todos se pusieron muy felices de verme. Los encontré bailando y contentos antes de mi llegada. El señor Peggotty, hermano de mi querida amiga, me contó que la pequeña Emily se iba a casar con un muchacho.
Él se llamaba Ham, y se encontraba ahí. Él estaba muy contento y yo emocionado por ellos. No sé si esa emoción se debía a mis recuerdos de la infancia con Emily. Ni siquiera sé si cuando entré a esa casa yo la seguía amando. Lo que sé, es que estaba contento con todo eso.
Steerforth, que llegó poco tiempo después, se encariñó mucho con el señor Peggotty. Navegaban juntos, pescaban, y mi amigo pronto se convirtió en un excelente pescador.
Justo cuando se estaba acostumbrado a esa vida, yo le dije que era tiempo de partir.
—¡Pero volveré! —dijo Steerforth—. Le tomé cariño a este lugar. Hasta me compré un barco, y el señor Peggotty se encargará de él hasta el día que yo regrese.
—¡Ahora lo entiendo! —exclamé encantado de mi amigo—. Has encontrado la manera apropiada de hacerle un regalo al señor Peggotty sin que se dé cuenta. Eres la persona más generosa del mundo.
Cuando estábamos a punto de partir, recibí una carta de mi tía. En ella decía que quería que me dedicara a la carrera de procurador. Los procuradores son hombres de justicia. Ellos llevan casos a los jueces para que los resuelvan.
Mi amigo Steerforth me dijo que esa carrera me convenía mucho, porque pagaban muy bien. Por eso le dije a mi tía que aceptaba su idea.
Ella se alegró mucho de mi decisión. Me mandó inmediatamente a las oficinas de los procuradores Spenlow y Jorkins.
—¿Así que desea ser procurador, señor Copperfield? —me dijo el señor Spenlow cuando me recibió—. Ya le he informado a su tía que tenemos una vacante, y que tenemos mucho gusto en recibirlo. Lo probaremos durante tres meses, ¿le parece bien?
Yo les contesté que eso estaba perfecto para mí. Luego de arreglar algunas cosas de trámites y papeleos, salí de ahí para contarle a mi tía cómo me había ido. ¿Te imaginas? ¡Ya iba a tener un trabajo como adulto! La verdad me sentía muy raro.
—Hijo, encontré el lugar perfecto para ti —me dijo mi tía—. Ahí podrás vivir solo.
Luego de arreglar todo, mi tía se fue a su casa. Yo decidí ir a buscar a mi amigo Steerforth, pues había ido a visitar a su madre. Pero no lo encontré.
Al día siguiente, vi a Steerforth cuando yo salía de mi departamento. Al verlo, le dije:
—Te estuve buscando, pero no te encontré. Hoy tendrás que almorzar conmigo, y no aceptaré ninguna excusa.
—No puedo —me contestó—, iré a comer con unos amigos de Oxford, y luego partiremos.
—¿Y por qué no vienen a comer a mi departamento? Haremos una fiesta —le contesté.
Al día siguiente fueron todos y nos hicimos amigos. Después de comer, fuimos al teatro haciendo mucho ruido. La gente se molestó, incluida Inés. Ella era hija del señor Wickfield, y mi mejor amiga.
Al día siguiente, Inés me citó a su casa y me dijo:
—No sé si debo decirte esto, mi querido Trot, pero la amistad de Steerforth es mala para ti. Espero que no me lo tomes a mal. No quiero que dejes de ser su amigo, solamente te pido que pienses en lo que acabo de decir, ¿de acuerdo?
—Sí, Inés —contesté—, pensaré en eso. Aunque estoy seguro de que te equivocas. Pronto querrás a Steerforth tanto como yo.
Ella asintió algo triste, y me contó que su padre tenía muchos problemas.
—¿Te acuerdas de Uriah?, ¿el joven que siempre leía los libros de papá y lo ayudaba en todo? —asentí y ella continuó—. Pues bien, ¡creo que quiere quedarse con el despacho de mi papá!
—¿Por qué dices eso? —pregunté.
Yo sé que él le tiene miedo. Uriah ha estado yendo mucho al despacho de otro hombre, el señor Waterbrook, y amenazó con dejar a mi padre.
—¿Eso es bueno, no?
—No, porque lo tiene amenazado de alguna manera. Y mi padre, por miedo a que lo abandonara, le dijo que se hiciera su socio. Te pido que me ayudes, Trot. Ve a visitar a Uriah y habla con el señor Waterbrook. ¡Averigua lo que puedas!
—Haré lo que pueda.
—¡Estoy segura que Uriah es un hombre muy malo!
Iba a hacer lo que ella me pidió. Para nuestra suerte, en ese momento entró en la habitación la señora de Waterbrook y me invitó a su casa.
Al día siguiente estaba ya en casa de los Waterbrook. Ahí estaba Uriah. También estaba una señora que usaba el apellido de su esposo: “de Crupp”.
La comida fue breve. Yo estuve muy callado. A pesar de eso, me puse muy contento al ver que, en la mesa, estaba un viejo amigo de la escuela donde conocí a Steerforth, se llamaba Traddles, y quedamos de vernos después.