Las mil y una noches página 2

—¡Padre! De todos modos quiero que hagas lo que te pido. No me importa lo que me pase. ¡Puedo ayudar a otras chicas!

Sherezada tenía una hermana llamada Doniazada, con la que hizo un plan para ayudar a las jóvenes:

—Querida hermana, te ruego que vayas a vivir conmigo al palacio. Cada noche, cuando el rey quiera hacerle daño a alguien, tú me dirás: «Por favor, Sherezada, cuéntanos una historia de las miles que te sabes» Y yo la narraré hasta que el rey se quede dormido.

La hermana estuvo de acuerdo con el plan y juntas se fueron a su nueva casa. Al principio, todo parecía normal. El rey era amable y parecía muy bueno, pero al llegar la noche, le gritó a su visir:

—¡Trae a una doncella! ¡Las odio y voy a acabar con una de ellas cada noche!

Sherezada y su hermana se vieron.

—Querida hermana, ¿por qué no nos cuentas una historia? —dijo Doniazada

—Está bien, pero sólo que mi amado esposo, el rey, esté de acuerdo.

El emperador dijo que sí, y la joven comenzó el siguiente relato.

Historia del pescador y el genio

Le voy a contar, querido rey, que había un viejo pescador. Estaba casado y tenía tres hijos. Era muy pobre. Tenía la costumbre de echar su red al mar sólo cuatro veces al día. Ni una más, ni una menos.

Un día dejó su cesta en el suelo y lanzó su red al agua. Después se desnudó y se lanzó para sacarla. Al ver lo que tenía, dijo:

—¡Oh, qué triste estoy! ¡Tanto esfuerzo para sacar una piedra!

Exprimió la red y la arrojó de nuevo. Cuando vio que había llegado al fondo, intentó sacarla, pero no pudo. Estaba muy pesada.

—¡Esto es señal de una buena pesca! —se dijo.

Con mucho esfuerzo la llevó a la superficie, pero lo único que había era una olla enorme llena de barro.

—¡Qué tristeza! ¿De qué sirve trabajar tanto si no se obtiene nada?

Arrojó lejos la olla y lanzó la red por tercera vez. Al llevarla a tierra, vio que sólo tenía vidrios rotos.

—¡Ya sólo me queda un intento! Mis hijos y mi esposa morirán de hambre.

Y lanzó la red. De nuevo no podía ni moverla. Pensó que por fin tendría una buena pesca. Se metió al agua y luchó hasta que logró sacarla.

Ya en tierra, la abrió y vio un jarrón de cobre dorado.

—¡Qué felicidad! Venderé esto en el mercado y me darán diez dinares de oro —dijo.

Trató de moverlo, pero no pudo, así que pensó en abrirlo y sacarle su contenido para hacerlo más ligero. Usó el cuchillo para sacar el tapón. Inclinó la jarra, pero no salió nada. De pronto, un humo azul espeso comenzó a brotar. En unos segundos lo cubrió todo. Luego comenzó a formar unos grandes torbellinos y, de ellos, salió un Genio.

Era tan grande que su cabeza era del tamaño de un caballo. Sus brazos eran como torres y sus ojos parecían antorchas. Al ver al genio, el pescador se quedó inmóvil.

—¡Oh, gran Soleimán, no me mates! Te obedeceré siempre —dijo el Genio con voz de trueno.

—Soleimán era un profeta y murió hace mil ochocientos años —dijo el pescador con mucho miedo. Cuéntame tu historia. ¿Por qué estás en este jarrón?

—Sólo vengo a traerte una buena noticia —dijo el Genio.

—Dímela —contestó el pescador.

—Vas a morir ahora mismo, pero podrás elegir en qué forma.

El pescador se puso pálido. ¡Tenía tanto miedo! Dio unos pasos hacia atrás y dijo:

—¿Qué te he hecho? ¿Por qué deseas mi muerte? ¿Por qué crees que la merezco? Te saqué de la vasija. ¡Te he salvado de estar más tiempo en el mar!

—Te contaré qué sucede. Yo fui un Genio rebelde. Soleimán me atrapó y, junto a otros cien Genios, me puso en este jarrón. Luego me tiraron al mar.

«Permanecí cien años ahí y me decía de todo corazón: “Le daré riquezas eternas al que me suelte”. Pero nadie me liberó. Y pasaron cuatrocientos años y me dije: “Le concederé tres deseos al que me rescaté”. Y nadie lo hizo. Entonces, furioso, dije con todo mi odio: “Ahora mataré al que me saque, pero lo dejaré elegir la forma de morir”. Luego llegaste tú, pescador.

—¿En verdad quieres asesinarme? —dijo el hombre.

—Así es.

—Entonces, ¿contéstame antes una pregunta?

—Lo haré como tu último deseo.

—¿Cómo has logrado entrar en ese jarrón si eres tan grande?

—¿Acaso dudas que pueda hacerlo?

—No lo creeré hasta que lo vea con mis propios ojos.