Las mil y una noches página 3

El Genio se molestó tanto que se convirtió en humo de nuevo. Bajó hasta el jarrón y entró en él poco a poco. Entonces el pescador tomó la tapa de plomo y tapó la entrada con rapidez.

Como el Genio se dio cuenta que estaba de nuevo en su calabozo, comenzó a gritar:

—¡No me tires de nuevo al mar! ¡Por favor, no lo hagas!

—No hay remedio —dijo el pescador.

Y así, el gran Genio fue engañado por un hombre normal.

—¡Por favor, pescador, ten piedad de mí! —dijo el Genio—. Si me salvas, te contaré la historia más maravillosa que ha existido.

—¿Qué relato es ése?

—No puedo contarlo aquí encerrado. Cuando me dejes salir, lo sabrás.

—Te liberé y tú querías matarme. Sé que eres malvado. Así que voy a echarte al mar y les contaré a todos sobre ti, para que nadie te saque y permanezcas siempre encerrado.

—Suéltame, prometo no hacerte ningún daño y contarte la historia. Además, te haré un hombre muy rico.

—¡Júralo! —dijo el pescador.

—¡Por Dios! —contestó el Genio.

El pescador quitó el tapón y el humo se convirtió en Genio otra vez. Tenía la cabeza de un monstruo. El hechicero le dio una patada al jarrón y lo tiró al mar.

«Creo que he cometido un error. Esto se va a poner feo», pensó el pescador.

Después intentó calmarse y dijo:

—Genio, debes cumplir tu juramento. Si no lo haces, Dios te castigará.

Al escuchar estas palabras, el mago soltó una carcajada y dijo:

—Ven, sígueme.

El pescador fue detrás de él, aunque estaba seguro de que algo malo iba a suceder. Salieron de la ciudad, subieron una montaña y bajaron a una llanura donde había un lago.

El Genio se detuvo y mandó al pescador a que echara ahí su red. El pescador vio en el agua peces blancos, amarillos, rojos y azules. ¡Eran hermosos! Al sacar su red, salieron cuatro peces, uno de cada color. El hombre se alegró mucho.

—Ve con estos peces al palacio del Sultán. Él te pagará mucho dinero y así te harás rico. Vendrás todos los días a hacer lo mismo, pero escúchame bien, sólo una vez al día.

—Así lo haré, Genio.

—Discúlpame por haberte tratado mal. Estar tantos siglos encerrado me puso de mal humor.

El Genio golpeó dos veces el suelo con su pie, la tierra se abrió y se lo tragó.

Entonces el pescador regresó a la ciudad. Estaba maravillado por lo que le pasó con el hechicero. Al llegar a casa puso los peces en una olla, donde comenzaron a nadar. Luego fue al palacio.

Cuando el rey vio esos pescados, se quedó impresionado. Nunca los había visto.

—¡Que le den esto a la cocinera para que los fría! —dijo el sultán.

El rey le pidió a la mujer que hiciera un platillo delicioso con ellos. Luego ordenó que se le entregaran al pescador cuatrocientos dinares. Él los guardó en su bolsillo, volvió con su esposa y le compró a ella y a sus hijos todo lo que necesitaban.

Mientras tanto, la cocinera puso a freír los pescados. Pero, de pronto, se abrió la pared de la cocina y por allí entro una hermosa y delgada joven. Llevaba en la cabeza un velo de seda azul, aretes largos, brazaletes en las muñecas y anillos con piedras preciosas. En la mano tenía una varita de bambú. Al verla, la cocinera se desmayó.

Se acercó a la sartén y dijo:

—¡Oh, peces! ¿Cumplirán su promesa?

Si tú cumples, nosotros lo haremos; pero si quieres escaparte, te venceremos —cantaron a coro los pescados.

Al oír estas palabras, la joven abrió de nuevo la pared y salió por ahí. El muro se cerró de nuevo. En ese momento la cocinera despertó. ¡Los cuatro peces se habían quemado!

—¡Lleva ya la comida al sultán! —dijo el visir que acababa de entrar.

La mujer se echó a llorar y narró toda la historia. El visir se sorprendió mucho y mandó llamar al pescador. En cuanto lo vio, le dijo:

—Es indispensable que me traigas cuatro pescados como los anteriores.

El hombre se dirigió al estanque, echó su red y la sacó con los cuatro peces. El visir fue a entregárselos a la cocinera y dijo:

—Los vas a freír frente a mí.

La mujer así lo hizo. Apenas habían pasado unos minutos cuando se abrió la pared y salió la misma joven. Usó su varita de bambú, dijo las mismas palabras y los peces contestaron con la canción ya conocida. Después escapó por el mismo sitio.

El visir estaba impresionado. Luego vio que los pescados estaban quemados de nuevo y dijo:

—Esto tiene que verlo el rey.

Le contó todo y éste le llamó al pescador, quien llevó cuatro pescados más. Le pagaron sus cuatrocientos dinares y se fue.

—¡Que cocinen delante de mí! —ordenó.

Todo ocurrió igual, pero hubo una diferencia. Ahora fue un joven negro quien salió de la pared. El rey mandó llamar al pescador y le preguntó:

—¿De dónde salen estos peces?

—De un estanque que está a media hora de aquí.

—Vamos todos —dijo el sultán.