Los tres mosqueteros página 2

—Vengo a ver al señor de Tréville –dijo D’Artagnan cuando por fin logró entrar al palacio.

Un empleado lo recibió y le pidió que esperara. Mientras lo hacía, se puso a ver a los hombres que estaban jugando. Uno de ellos era muy alto y parecía más fuerte que los demás. Traía puesta una hermosa capa.

—No me gusta esta moda, pero de todos modos uso esta vestimenta —dijo riéndose.

—¡Ay, Porthos!, de seguro te la regaló tu novia —le dijo otro de los mosqueteros.

—No, la he comprado yo —contestó el otro con una sonrisa, que hacía pensar que no fue así—. Ven, Aramis, diles a estos hombres que yo la pagué.

Aramis era todo lo contrario a Porthos. Era joven, como de veintidós años. Tenía el rostro de un ángel y sus ojos eran negros y dulces. No gritaba casi nunca y todo lo hacía con mucha educación.

—Así es, amigo—dijo Aramis con una ligera sonrisa.

—¿Ya saben lo que pasó con Rochefort? —preguntó uno de los mosqueteros.

—¡Ah, cómo lo odio! —dijo Porthos enojado, porque no soportaba a ninguno de los hombres del cardenal, y menos a él, que era el más importante—. ¿Qué pasó con ese señor?

—Pues se disfrazó de monje para espiar a Laigues.

—De monje, como tú —dijo burlándose Porthos.

—Algún día me convertiré en sacerdote, lo sabes bien.

—Eso va a suceder cuando la reina de Francia tenga un hijo.

—Hablando de la reina, ¿sabían que su amigo, el señor de Buckingham está aquí?

—Eso no nos importa —dijo Porthos—. Quiero molestarte un poco más. ¡Incluso Athos se burla de ti!

—Athos es un buen hombre. Ahora te pido que ya te calles, que me estás haciendo enojar.

Mientras esto pasaba, se escuchó al empleado del palacio gritar:

—¡El señor de Tréville espera al señor D’Artagnan!

El señor de Tréville estaba de mal humor, pero saludó bien a D’Artagnan. Antes de atender a nuestro héroe, el capitán de los mosqueteros gritó:

—¡Athos, Porthos, Aramis!

Los dos mosqueteros que ya conoces, llegaron casi de inmediato. Su jefe les dijo:

—¡Ayer los arrestaron! A ustedes, ¡a los mosqueteros del rey! No me digan que no es cierto, porque los reconocieron. ¡El mismo cardenal nos lo dijo al rey y a mí! No puedo estar más molesto con ustedes.

Los mosqueteros bajaron la cabeza y D’Artagnan se quería esconder para no ver cómo los regañaban.

—Tú, Aramis, si no quieres ser mosquetero, deja la capa y ponte la toga de sacerdote. Tú, Porthos, quítate esa capa fina, y tú, Athos… ¿dónde está Athos? —dijo el señor de Tréville.

—Está enfermo, muy enfermo —dijo Aramis.

—¿Y de qué está enfermo, muy enfermo? —preguntó molesto Tréville.

—¡De viruela! —contestó rápido Porthos.

—¿A su edad? No les creo nada. De seguro está herido por la pelea de ayer. Ya estoy pensando en cambiarlos a ustedes por los guardias del cardenal. Ellos no están en luchas callejeras ni toman vino, pero sobre todo, ¡no se dejan atrapar!

 

Los mosqueteros estaban muy molestos, pero como respetaban mucho a su jefe, no le respondieron nada.

—Bueno, mi capitán. Le voy a contar la verdad. Éramos seis contra seis, ¡pero ellos nos atacaron por la espalda! Cuando nos dimos cuenta, ya habían herido a dos de nosotros. Luego también le dieron a Athos, que ya no pudo ayudarnos. Nosotros no nos rendimos nunca, ¡nos llevaron a la fuerza! —dijo Porthos.

—¿Qué pasó con Athos? —preguntó el capitán.

—Lo dejaron ahí tirado, pensaron que estaba muerto —respondió Aramis—. Por favor no le diga al rey nada sobre su herida, porque es muy grave.

De pronto se abrió la puerta. Un rostro noble y hermoso, pero muy pálido, se asomó.

—¡Athos! —exclamaron los dos mosqueteros.

—¿Me llamó, capitán? —dijo Athos con voz débil pero tranquila.

Athos entró con paso firme a la habitación. El señor de Tréville se emocionó mucho al ver la valentía de su hombre y dijo:

—Justo les estaba diciendo a los muchachos que deben cuidarse mucho.

Cuando Tréville abrazaba a Athos, éste se desmayó en sus brazos.

—¡Un doctor!, pronto, llamen al mejor de la corte —gritó el capitán.

Porthos y Aramis cargaron a su amigo y lo llevaron a otro cuarto. Casi de inmediato llegó el doctor y todos, menos Tréville, se quedaron afuera esperando. Después de poco tiempo, salió el cirujano y dijo:

—No tienen nada de qué preocuparse. Sólo es la debilidad y la falta de sangre.

El capitán ordenó que salieran de ahí. Todos lo hicieron, menos D’Artagnan. Al verlo, el señor de Tréville se acordó que debía atenderlo.

—Lo siento, amigo, me había olvidado de ti. ¿Qué deseas?

—Mi nombre es D’Artagnan.

—Yo quise mucho a tu padre. ¿Qué puedo hacer por el hijo? —preguntó el capitán.

—Quiero ser un mosquetero.

—¡Todos quieren ser mosqueteros! —respondió Tréville—, pero antes tienes que demostrar tu valor. Además, el rey ordenó que antes deben estar en otro cuerpo de guardias. Por eso, te voy a recomendar para que entres a la Academia Real. Ahí ten enseñarán a montar a caballo y a usar la espada. Si tuvieras una carta de recomendación, tal vez podría hacer más por ti.

—La tenía, ¡pero me la robaron! —dijo D’Artagnan. Y luego le contó toda la historia.

—¿Dijiste mi nombre en voz alta cuando pasó todo eso? —preguntó el capitán.

—Sí señor, lo hice. Creí que su nombre me ayudaría.

—Ya veo. ¿Había ahí un hombre alto y fuerte con una cicatriz en la cara?

—¡Sí, ahí estaba! —gritó D’Artagnan.

—¿Esperaba a una mujer inglesa?

—Sí, señor, platicó con ella. Le decía: Milady.

—¡Él es! —murmuró Tréville.

—Por favor, si sabe quién es, dígamelo. Tengo que vengarme de él. Creo que robó la carta —dijo D’Artagnan.

—Te prohíbo que lo hagas. Es un hombre demasiado peligroso.

Luego el capitán pensó: “¿y si este muchacho es un espía? ¿No lo habrá enviado el cardenal? Voy a ponerle una prueba”.

—Mira, tú sabes que el rey y el cardenal siempre están peleando. Pero en realidad, son buenos amigos. Todo lo hacen para divertirse.

“Todos saben que odio al cardenal. Si este muchacho es su enviado, de seguro me hablará muy mal de él para hacerme creer que desea ser mi amigo”, pensó Tréville.