Los tres mosqueteros página 3

—Señor, mi padre me dijo que sólo debo hacerle caso al rey, al cardenal y a usted, porque son los mejores hombres de Francia. Yo pienso lo mismo que él.

El capitán se sorprendió de su respuesta. De inmediato se dio cuenta que D’Artagnan era más inteligente que los demás hombres. Así que le dio la mano y le dijo:

—Eres un joven honesto. Por ahora sólo puedo enviarte a la guardia de la Academia. Si necesitas algo, ven a buscarme.

—Veo que me está poniendo a prueba. Le aseguro que la pasaré y en unos años seré mosquetero —dijo D’Artagnan.

El señor de Tréville le escribió una carta de recomendación mientras D’Artagnan veía por la ventana. Ya se la iba a entregar cuando el joven gritó:

—¡Ahora no te me escapas! ¡Ahí está mi ladrón!

Y así, D’Artagnan salió corriendo mientras el capitán pensaba que estaba loco.

Nuestro joven tropezó con Athos.

—¿Crees que eres el señor Tréville? ¿Qué te sucede?

—Discúlpame —dijo D’Artagnan —, tengo mucha prisa.

Athos tomó de la chaqueta al muchacho. Como no se podía soltar, le dijo:

—Te reto a un duelo mañana a las doce, pero ahora, déjame ir.

Athos aceptó y D’Artagnan corrió de nuevo. En la entrada estaba Porthos platicando con otro mosquetero. El joven pensó que podría pasar entre ellos, pero no lo logró. Porthos se molestó mucho y le dijo:

—Ven a luchar conmigo, porque a mí nadie me golpea y se va.

—Mañana a la una te reto a duelo. Ahora tengo que irme —gritó D’Artagnan.

Por más que buscó, ya no encontró al hombre de la cicatriz. Como ya estaba un poco más calmado, pensó: “Pobre de Athos, le pegué en el hombro que le dolía. Y, aunque Porthos es un poco más divertido, ahora le tengo mucho miedo. ¡No voy a sobrevivir a dos duelos con mosqueteros!

Iba caminando, cuando vio a Aramis que platicaba con otros tres hombres. Al mosquetero se le cayó un pañuelo y D’Artagnan se lo dio. ¡Aramis se puso rojo como manzana!

—Eso no es mío —dijo con cara de molestia.

—¡Claro que lo es! —dijo uno de los hombres —. Es de una de tus novias.

A Aramis le costó mucho trabajo convencer a sus amigos de que no era suyo. Cuando por fin se fueron, le gritó a D’Artagnan.

—Fuiste un grosero al darme el pañuelo.

—Al contrario, yo quise ser amable.

—Pues no lo fuiste, así que te reto a un duelo mañana a las dos de la tarde.

“Bueno, pues es oficial. Mañana perderé la vida a manos de un mosquetero”, pensó muy triste D’Artagnan.

Nuestro joven héroe llegó al lugar de los duelos. Athos ya estaba ahí. Como estaba muy herido, prefirió esperar sentado.

—Ya es hora de nuestro duelo. Te advierto que no puedo usar la mano derecha, pero que soy igual de bueno con la izquierda —dijo Athos.

—Gracias por decírmelo. Yo quiero comentarte que tengo una medicina tan buena, que te puedo curar tus heridas en tres días.

—Eso sería muy bueno para mí, porque no aguanto el dolor.

—Si te parece bien, te haré la medicina y tendremos nuestro duelo cuando estés curado.

A Athos le gustó la idea. En eso estaba, cuando llegaron, casi al mismo tiempo, Porthos y Aramis.

—¿Ellos son tus padrinos para el duelo? —preguntó D’Artagnan.

—Sí lo son —contestó Athos.

—¿Qué haces con este hombre con el que tendré un duelo a la una? —preguntó Porthos.

—¡Qué casualidad! Yo pelearé con él a las dos —dijo Aramis.

D’Artagnan les pidió disculpas por todo lo que sucedió, pero como los duelos no se pueden deshacer, dijo Athos:

—¡En guardia! ¡Cuando quieras comenzar, jovencito!

D’Artagnan ya iba a comenzar la pelea, cuando llegaron los guardias del cardenal. Todos guardaron sus espadas como si no estuviera pasando nada.

—Están rompiendo la ley —dijo el jefe de los guardias, llamado Jussac—, voy a arrestarlos.

—Lo siento —dijo Porthos—, pero el señor de Tréville no nos permite ser arrestados, así que tendrás que pelear con nosotros.

Los guardias del cardenal eran cinco y ellos sólo tres. En ese momento, D’Artagnan tuvo que decidir entre el cardenal o el rey. En un instante dijo:

—No somos tres, somos cuatro. Tengo corazón de mosquetero del rey, así que lucharé a su lado.

Los nueve combatientes sacaros sus espadas y comenzaron la pelea. A D’Artagnan le tocó pelear contra el jefe de los guardias. Éste jamás se imaginó que el muchacho fuera tan bueno. Como no podía vencerlo, se enojó mucho y cometió algunos errores. El jefe atacó de frente, pero D’Artagnan se quitó. Luego Jussac se cayó en el lodo. Después el joven fue a ayudar a Athos, que estaba muy herido. Aramis venció con facilidad a su adversario. Sólo faltaba Porthos, que en lugar de luchar con fuerza, estaba haciendo bromas. El guardia se dio cuenta que eran cuatro contra él, así que se fue de ahí.

Los tres mosqueteros abrazaron a D’Artagnan y caminaron hacia el palacio de Tréville llenos de alegría.

—¿Ya soy un aprendiz de mosquetero? —preguntó D’Artagnan.

Los tres mosqueteros y D’Artagnan se hicieron los mejores amigos. Todo lo hacían juntos.

Un día estaba el joven en su casa, cuando sonó la puerta. Planchet, el ayudante de D’Artagnan abrió. Entró un hombre que parecía comerciante.

—Debo decirle algo en secreto a su jefe —dijo el hombre.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó D’Artagnan.

—Mi hermana es una costurera joven y bella.

—No entiendo qué tiene que ver eso conmigo.

—Pues ayer se la llevaron al salir de su trabajo. Creo que fue raptada para ocultar las acciones de una mujer importante. ¡La más importante de todas!