Los tres mosqueteros página 6

—Entonces, en esta bolsa hay trescientas pistolas (recuerda que son monedas de mucho valor). Cada uno tome sesenta y cinco. Hay que comprar lo necesario para hacer el viaje.

—Bueno, yo estoy de acuerdo. Pero esta es una aventura muy peligrosa, quiero saber qué sucede. ¿Qué pasa con la reina? —dijo Porthos.

—Eso no importa —dijo Athos—. Tenemos el permiso del señor de Tréville, así que debemos dar la vida por nuestra reina.

—Así es —dijo D’Artagnan—. Ahora, lo más importante es que nos vayamos juntos. Lo único que debemos hacer es entregar esta carta.

A las dos de la mañana, nuestros aventureros salieron de París. Iban con muchas armas en sus cuatro caballos negros. Todo iba bien hasta la hora del desayuno, cuando un hombre dijo:

—La persona más importante de este reino es el cardenal.

Porthos se enojó por esto y le contestó:

—¡Te equivocas! No hay nadie mejor que el rey.

En aquella época, estas palabras hacían enojar a las personas, por eso comenzaron a pelear con sus espadas. Como los mosqueteros tenían mucha prisa, Athos dijo:

—Te dejamos aquí luchando con este hombre. Nos alcanzas en el camino.

Después de un rato, los mosqueteros dejaron que los caballos descansaran por dos horas. Creyeron que Porthos los alcanzaría ahí, pero nunca llegó. Entonces siguieron su viaje.

Recorrieron poco más de un kilómetro cuando vieron a diez hombres fingir que trabajaban en una montaña. Hicieron agujeros y llenaron todo el camino de lodo. Como a Aramis no le gustaba mancharse, se enojó con ellos.

—¿Qué les sucede? —preguntó Aramis—, ¿por qué tienen que ensuciar todo?

Los hombres se molestaron y corrieron detrás de una piedra. ¡Ahí tenían escondidos unos mosquetes! (que son los rifles de aquella época). Luego comenzaron a disparar. ¡Hirieron a Aramis en un hombro!

—¡Es una trampa! —dijo D’Artagnan—. Debemos irnos de aquí de inmediato.

Los tres mosqueteros y nuestro joven héroe hicieron correr a sus caballos y huyeron de ahí. Cabalgaron dos horas más, hasta que Aramis dijo que ya no podía continuar. Su herida le lastimaba demasiado. Lo dejaron en un hostal y continuaron su camino.

En la noche llegaron a una posada. Ya sólo quedaban Athos y D’Artagnan.

—¿Crees que todo lo que nos ha pasado sea un plan del cardenal? —preguntó Athos.

—¡Estoy seguro! —contestó D’Artagnan.

Al día siguiente, Athos sacó un par de monedas para pagar la comida y el hospedaje. De pronto, el dueño de la posada gritó:

—¡A ellos! ¡A ellos que me quieren pagar con dinero falso!

—¡Bribón! —dijo Athos—. ¡Te voy a cortar las orejas!

En ese momento, cuatro hombres armados con espadas lo atacaron. Athos trató de defenderse, pero eran muchos.

—¡Corre, amigo! —le dijo a D’Artagnan—, me han atrapado, pero tú debes escapar.

D’Artagnan saltó a su caballo y galopó lo más rápido que pudo. Todavía alcanzó a ver que Athos le disparó a dos de sus atacantes y que con la espada se defendía de los otros dos que quedaban.

A cien pasos de la ciudad, su caballo ya no resistió y cayó al suelo. ¡Estaba agotado! Para su suerte, había un hombre con un pequeño barco. Eso es lo que necesitaba D’Artagnan para cruzar a Inglaterra.

—Lo siento, pero hoy llegó una nueva orden: no puedo llevarlo si no tiene un permiso del cardenal —dijo el jefe del barco.

En ese momento llegó un hombre con ese permiso, y el jefe le pidió que fuera a sellarlo con el administrador del puerto.

—Señor —dijo D’Artagnan—. Necesito que me entregue ese papel.

—¿Está bromeando?

—No lo hago nunca —contestó el joven—. Si no me lo entrega, tendré que quitárselo. Personas muy importantes dependen de mí.

Al ver esto, el hombre sacó su espada. Nuestro héroe fue más rápido y le dio tres estocadas.

—Una por Athos, otra por Porthos y la última por Aramis —dijo, sin lastimarlo demasiado.

D’Artagnan tomó el permiso y se volteó, pero en ese momento el hombre lo atacó por la espalda.

—¡Y una por ti! —le dijo.

De seguro ya te diste cuenta que ese hombre era un empleado del cardenal. Para fortuna de D’Artagnan lo dejó fuera de combate.

Aunque estaba herido, nuestro héroe por fin pudo tomar el barco y zarpó hacia Inglaterra.

La herida de D’Artagnan no fue muy grave, aunque sí le dolía mucho. Como el viaje fue largo, se quedó dormido. A las diez de la mañana, ¡por fin estaba en Inglaterra! De inmediato tomó un caballo y fue hacia donde estaba el duque de Buckingham. Estaba cazando con el rey y lo reconoció de inmediato.

—¿Le pasó algo a la reina? —preguntó muy preocupado.

—Todavía no, pero corre mucho peligro y sólo usted puede salvarla. Tenga esta carta —dijo D’Artagnan—, es de ella.

El duque se emocionó mucho. Abrió el sobre y se impresionó todavía más. ¡Estaba pálido! Luego le pidió a D’Artagnan que lo acompañara y partieron de inmediato. Al poco tiempo estuvieron en el cuarto del duque. ¡Era hermoso! Ahí, sacó el pequeño cofre que le dio la reina.

—Yo prometí que tendría estos aretes toda la vida, pero la reina me los pide, así que ten, llévaselos.