Los viajes de Marco Polo página 2

Del reino de Bagdad

Dejé a ese hombre y viajé a Bagdad. ¡Era una gran ciudad! Ahí vivía el califa de todos los sarracenos del mundo. Para que no te suene a trabalenguas, el califa es como el Papa, pero de los musulmanes, que es otra religión. Él tenía un inmenso tesoro. ¿Te acuerdas de Alan?, pues su hermano atacó Bagdad y encarceló al califa, a quien le dijo:

—Señor, ¿por qué reuniste tantos tesoros? Sabías que yo vendría con un gran ejército. ¡Hubieras repartido tus riquezas entre los caballeros! Pero ya que amas tanto tu fortuna, te la dejo aquí para que te alimentes. ¡No volverás a comer otra cosa en tu vida!

Y en una torre de su castillo, en Bagdad, lo dejó encerrado durante un tiempo.

Un día, el califa reunió a todos los cristianos. Les leyó un evangelio que decía: “Si un cristiano tiene tanta fe como un grano de anís, Dios hará que se junten dos montañas”.

El califa amenazó a los cristianos de la región: si uno de ellos no lograba juntar dos montañas, serían desterrados o se pasarían a su religión.

Un zapatero se arrodilló ante la Santa Cruz. Alzó sus brazos al cielo y pidió que la montaña se moviera. ¡De pronto la montaña comenzó a sacudirse con violencia! Se sorprendieron tanto, que el califa fue quien se volvió cristiano, pero en secreto.

Luego viajé a Persia. Allí vivieron los Tres Reyes Magos hace mucho tiempo. Partieron de la ciudad de Sava para conocer al niño dios.

Melchor, Gaspar, y Baltasar, llevaban tres regalos: oro, incienso y mirra. Decían que si el niño tomaba el oro, sería el rey de la Tierra. Si tomaba el incienso, es porque era Dios. Si tomaba la mirra, sería médico. Cuando los Reyes Magos llegaron, se sorprendieron al ver que el niño Dios ¡tomó los tres regalos! A cambio les entregó un pequeño cofre cerrado.

Al regresar, los reyes abrieron el cofre y solamente vieron una piedra. Jesús se las dio como símbolo de firmeza y constancia. Pero los reyes no conocían su significado y la tiraron a un pozo. De repente, ¡salió fuego de ahí! ¡La piedra era un talismán sagrado! Cuentan que ese fuego nunca apagó y sigue brillando en la lejana ciudad de Sava. Yo, querido amigo, pude ver ese maravilloso fuego.

El Viejo de la Montaña

No estuve en Persia mucho tiempo. Viajé por un desierto espantoso. No había ni un solo animal, ni una sola planta. ¡Solamente arena! Si no fuera porque llevaba mucha comida y agua, no sé qué hubiera sido de mí. Estuve ocho días caminando por el desierto. No sabía si iba derecho o caminaba en círculos ¡Imagínate! Estaba en medio de la nada.

Pero cuando salí del desierto, llegué a la región de Muleet, donde vivía El Viejo de la Montaña. Yo, claro, pregunté dónde podía encontrarlo. Un hombre me señaló a un anciano con su ropa rota.  Él miraba sin parpadear.

—¿Es usted el Viejo de la Montaña? —le pregunté.

El hombre me miró con tristeza y contestó:

—Lo fui hace tiempo. Ahora solamente soy un viejo.  Me llamo Aladino.

—¿Qué está observando? —pregunté.

—Mi vieja montaña. ¿Ves ese castillo que está allá arriba?, pues era mío —me respondió—. No imaginas cuánto extraño mi casa. ¿Sabes?, ahí tenía un hermoso jardín con una fuente de la que brotaban leche, miel, vino y agua.

—Eso es algo fantástico, ¿cómo pudo crear algo así? —pregunté.

—El profeta Mahoma me pidió que construyera esa fuente y ese jardín. Se supone que era para que la gente del pueblo no pasara hambre… pero yo la usé en otra cosa —contestó el viejo.

—¿En qué la uso? —seguí preguntándole.

— Atraía a jóvenes buenos y fuertes. El olor a miel y vino, los hacía venir. Llegaban aquí y bebían mucho. Luego se quedaban dormidos. Cuando despertaban, creían en el paraíso. Yo les decía que, si querían quedarse aquí, debían hacer lo que yo les ordenara. Usaba a los jóvenes para robarles a mis enemigos. Los muchachos aceptaban hacer todo lo que les pedía. No querían ser expulsados del paraíso.

—¿Y luego qué sucedió?― le pregunté.

—Que un rey llamado Alan, se enteró de lo que yo hacía. Se puso furioso y atacó mi castillo. Creí que se marcharía pronto. Yo estaría bien mientras no me quitaran mi fuente. Pero un día, dejó de funcionar. Me quedé sin comida. Creí que Mahoma me estaba castigando, así que me rendí—dijo el viejo, con lágrimas en los ojos.

Lo dejé en su tristeza y decidí seguir mi viaje. Quería saber más cosas para poder contarle todas mis aventuras a Cublai.

La ciudad de Samarcanda

En esa ciudad reinaba Ciagatai, hermano de Cublai. Él era cristiano. Cuando llegué, ¡los sarracenos querían destruir una iglesia! Me presenté ante Ciagatai y le dije que era un mensajero de su hermano. Me aceptó con gusto, pero estaba muy preocupado. Le pregunté qué ocurría.

—Sucede que, como soy cristiano, mandé construir una iglesia en honor a Juan Bautista, el santo. Pero los sarracenos se enojaron y quieren destruirla. Yo no quiero detenerlos a la fuerza —me dijo.

Creí que le podría ayudar al hermano del emperador Cublai. Le dije que fuéramos a ver lo que sucedía con la iglesia. Ahí había un grupo de hombres intentando quitar un pilar.

—¡No lo hagan! —gritó Ciagatai, pero ya era demasiado tarde.

Vimos como los sarracenos arrancaron uno de los pilares de la iglesia. Pero pasó algo milagroso: cuando iban a tirarla por completo, ¡la columna se elevó casi tres metros de altura! ¡Luego se quedó flotando! Los sarracenos salieron huyendo. Me han contado algunos viajeros que esa columna sigue volando por los cielos.