Los viajes de Marco Polo página 6

Cuando estuvieron listas, Cublai se admiró muchísimo. Preguntó cómo funcionaba esa máquina. Mi padre le explicó rápidamente.

—¿Puedo hacer el primer disparo? —preguntó el emperador. ¡Parecía un niño emocionado por probar su nuevo juguete!

—¡Por supuesto! —le respondió mi padre.

Colocaron una piedra y el señor Cublai disparó. La roca voló a gran velocidad. Cayó sobre una casa destrozándola por completo. Todos los tártaros del emperador gritaron llenos de entusiasmo.

Pronto comenzaron a disparar por toda la ciudad. Los hombres dentro de la fortaleza se asustaron. No sabían qué hacer. Así que decidieron rendirse.

En donde se trata de la Isla de Cipango

A la isla de Cipango tú la conoces como Japón. Cuando fui, me encontré con gente muy curiosa. Eran indígenas blancos. Tenían los ojos rasgados como todos los orientales. Eran muy hermosos.

Al estar ahí, me maravillé de la cantidad de riquezas que tenían. ¡Había oro por todas partes! Le conté todo eso a Cublai y se emocionó muchísimo:

—Una isla con tanta riqueza tiene que ser parte de mi imperio —me dijo.

Yo reí al ver el entusiasmo del emperador. Él me miró y siguió diciendo:

—Enviaré a dos de mis barones al frente de una poderosa flota. También irán hombres a pie y a caballo. ¿Qué te parece si mando al barón Abatan y al barón Volsanicin?

—No quiero contradecirte, Cublai, pero he escuchado que esos dos barones no se llevan muy bien. Nunca se han puesto de acuerdo en nada —le contesté tímidamente.

—¡Tonterías!, se llevan bien. Y si se llevan mal, yo haré que se pongan de acuerdo.

Como soy un aventurero, decidí acompañarlos en su viaje. Así que fui como observador. Cuando estábamos por llegar a la isla, ¡nos azotó una enorme tormenta! El viento soplaba muy fuerte, las velas se doblaban y la lluvia no dejaba de caer.

Uno de los barones dio la orden de viajar a otra isla. Ésa era más pequeña. Quería que esperaran a que pasara la tormenta. Los señores de la isla de Cipango, al ver que nuestros hombres estaban temerosos, fueron hacia la isla en donde estábamos.

El barón Abatan dijo:

—Creo que lo mejor es quedarnos aquí hasta que pase la tormenta. Si los hombres de la isla vienen hacia nosotros, podremos combatirlos.

—No estoy de acuerdo —dijo el barón Volsanicin—. Yo opino que hay que esperar a que desembarquen. Tomamos sus barcos para que no puedan volver, y los dejamos en esta isla. Mientras tanto, nos apoderaremos de sus riquezas.

¡Los dos barones no se ponían de acuerdo! Al final Volsanicin terminó mandando, a pesar de las quejas de Abatan.

Los hombres de Cublai aprovecharon el desembarco de sus enemigos. Se metieron en los barcos de los hombres de Cipango y se fueron en ellos. En la isla sólo encontraron ancianos. Por esto, la conquistaron con facilidad.

Pero la batalla no terminó ahí. Los dueños de la isla regresaron en otras naves. Entonces atacaron a los hombres de Cublai durante mucho tiempo. Como casi no tenían comida, decidieron rendirse.

Al regresar ante Cublai, me pidió que le contara lo sucedido. No tuve más remedio que decirle la verdad. Al escuchar todas las peleas que tuvieron los barones, el señor Cublai se enojó. Así que les dijo:

—¡No lo puedo creer! ¡Era cierto lo que me decían de ustedes! Todo el fracaso de su misión se debe a que no pudieron llevarse bien. Los encerraré en un calabozo. Van a estar ahí hasta que aprendan a comportarse y a convivir el uno con el otro.

De algunas cosas curiosas que vio Marco Polo en sus viajes

Luego de todo eso, decidí comenzar a viajar de nuevo. Al salir de la región de Mangi, me encontré con una terrible sorpresa. Yo cabalgaba durante la noche. Entonces, de la nada, aparecieron frente a mí unos seres muy extraños. Llevaban antorchas. Las sombras no me dejaban ver bien lo que ocurría.

Pude notar a un hombre con cabeza de buey. Otros la tenían de cerdo, de cordero, de perro o de otras criaturas. Algunos con cabezas de cuatro caras. Había seres de cuatro manos, otros con ocho, y otras muchas criaturas extrañas.

¡Yo sólo quería correr! De pronto, uno ellos me tranquilizó y dijo:

—No temas, viajero. Somos hombres normales. Le estamos haciendo un tributo a nuestros ídolos.

—¿Y por qué sus ídolos son tan extraños? —pregunté.

Nuestros antepasados nos los dieron de esta manera. Así se los dejaremos a nuestros hijos y a los que vendrán después de ellos.

Luego, mientras caminaba por la región de Ciamba, me encontré con un gran alboroto. Le pregunté a un caminante lo qué sucedía y me contestó:

—El señor Cublai ha enviado a uno de sus barones a conquistarnos. ¡Estamos perdidos!

Pregunté cuál era el barón al que había mandado el emperador. Me dijeron que se llamaba Sogatu. Fui ante él. Le dije lo que sabía del rey de Ciamba. Le expliqué que era un hombre muy viejo. Que no tenía muchas fuerzas armadas. Le pedí que me permitiera hablar con él.  Sogatu aceptó.

Una vez que estuve frente al rey, le dije:

—Sé que usted ya es un hombre grande y no quiere pelear. Además, usted casi no tiene hombres armados. Ha hecho bien en esconderse en sus castillos y Cublai es un hombre bueno. Si manda a un mensajero a decirle su situación, estoy seguro que terminará esta guerra.

El rey me miró sonriente y aceptó. Mandó llamar a un embajador y lo envió hacia donde estaba Cublai. Una vez ahí, el mensajero dijo:

—Mi señor, el rey le envía saludos. Quiere que sepa que, ya muy anciano, ha logrado la paz en su reino. Quiere detener esa guerra y darle como regalo a sus mejores elefantes. Mi rey le pide, por favor, que saque a sus hombres de sus tierras y termine la batalla.

Cuando Cublai oyó lo que el anciano rey pedía, se compadeció de él. Ordenó a sus hombres que se retiraran. El anciano cumplió su palabra. Cada año le mandaba al emperador 20 de sus mejores elefantes.