Los viajes de Marco Polo página 7

De ahí viajé a Java Menor. En ese lugar existían unos monos muy pequeños. ¡Sus caras parecían de hombres! ¿Lo puedes imaginar? Era tanta la semejanza, que algunas personas muy malas los rasuraban y los vendían. Le decían a la gente:

—¡Son los hombres más pequeños del mundo!

Estos vendedores de monos me llevaron hasta el reino de Sumatra. Como tenía mucha hambre, le pregunté a un señor dónde podía comer. Me recomendó un lugar y fui hacia allá.

Ahí comí pescado. ¡Estaba enorme y delicioso! El mesero me dijo:

—En esta región están los mejores peces del mundo. ¿Gusta probarlo con arroz?

Entonces me lo sirvieron así. ¡Era la mezcla más deliciosa del mundo! Pero tanto pescado me dio sed. Cuando les pedí una copa de vino, me dijeron que no tenían.

—¡Cómo! —dije yo—, ¿y esperan que coma pescado sin beber nada?

En cambio, me ofrecieron una bebida blanca. Sabía aún más rica que muchos vinos que he probado. Les pregunté de dónde lo sacaban. En lugar de contarme, me llevaron al sitio donde la hacían.

Brotaba de un árbol extraño. Le cortaban una rama y del hueco salía un líquido blanco. También lo hacían de otros árboles, en especial, de uno color rojo.

Luego, en mi camino hacia la isla de Ceilán, me encontré con unos hombres. ¡Ellos tenían cola! La usaban como monos para moverse entre los árboles. Eran muy ágiles. Como me dio mucho miedo, me fui de ahí rápidamente.

Al llegar a la isla de Ceilán, quedé sorprendido con su tamaño. ¡Era enorme! La gobernaba un rey llamado Sendemain. La gente de la isla sólo se vestía con un taparrabos. Se dedicaban a buscar piedras preciosas. El rey de la isla tenía el rubí más grande y hermoso que se hubiera encontrado antes.

Cuando le conté esto a Cublai, me dijo:

—¿De qué tamaño es ese rubí?

—Creo que como una cabeza humana —respondí.

—¡Vamos inmediatamente a la isla! —dijo el emperador.

Así que nos pusimos en marcha. Cuando llegamos, el rey ya presentía las intenciones del señor Cublai. Una vez que estuvo frente a nosotros, le dijo:

—He escuchado que tienes un rubí del tamaño de una cabeza humana. Si me lo das, yo te puedo regalar la ciudad que tú quieras.

El rey lo miró fijamente y contestó:

—No creo que sea del tamaño de una cabeza, aunque sí es muy grande. Pero sin importar que me ofrezca su imperio entero, yo no le daré mi rubí por nada del mundo. Esa piedra perteneció a mi padre. A él se la dio el suyo, y así, a través de todas las generaciones de mi familia. Si insiste en quererla, ¡estoy dispuesto a pelear!

El rey dijo eso con tanta valentía que Cublai se sorprendió. Decidió dejarle el rubí, pero no quiso irse con las manos vacías, así que me preguntó:

—¿Hay alguna otra ciudad donde pueda obtener piedras preciosas?

—Sí —contesté—. Cerca de aquí está la provincia de Malabar. Ahí reina Sender. Su reino es conocido como: el de las perlas.

 —¿Qué estamos esperando?, vamos hacia allá —dijo entusiasmado el emperador.

El señor Cublai quería ver cómo sacaban las perlas del mar. Nos subimos a un barco y nos dejaron ver todo lo que hacían. Unos hombres, llamados “encantadores de peces”, sacaban las perlas.

—¿Y cómo lo hacen? —pregunté.

—Es fácil. Tenemos magia y así hechizamos a los peces. Aunque sólo podemos hacerlo de día. Cuando queremos buscar perlas, con nuestra mirada los encantamos. Luego hacemos que nos lleven hasta las ostras. Entonces sacamos las perlas de ellas —dijo uno de los encantadores.

—¿Es muy profundo? —preguntó Cublai mirando hacia el mar.

—Mucho, no sabría decirles cuánto. Pero nosotros somos capaces de aguantar la respiración por largo tiempo —dijo el encantador.

Una vez que terminó de hablar, se metió al agua y se perdió de nuestra vista. Minutos después, volvió a la superficie. Traía dos ostras en cada mano. Así, subió a nuestro barco. No se veía agitado, ni cansado. Rápidamente, abrió una de las ostras. ¡Le dio a Cublai cuatro perlas muy grandes! El gran señor estaba muy contento con este hallazgo.

En donde se habla nuevamente de la isla de Ceilán

Cublai y yo salimos de la isla. Me preguntó si conocía más historias. Quería saber acerca de otros personajes de Ceilán.

—Será un camino largo, así que habla —me pidió.

Le conté que, en esa ciudad, había una montaña muy grande. Ahí adoraban al ídolo Sergamoni. Pensaban que había sido el mejor de todos los hombres. Que nunca había existido alguien como él. Fue hijo de un gran rey, pero Sergamoni se negó a reinar después de su padre.

—¿Por qué no quiso? —me preguntó el señor Cublai.

—Nunca supieron decirme. Creo que no le gustaba y ya. Cuando el rey ya no pudo más con su enojo, encerró a su hijo. Pero no lo metió en un calabozo, lo hizo en un hermoso palacio donde tenía muchos sirvientes.

—¡Eso no es ningún castigo! —señaló el emperador.

—Tiene razón. El rey quería que su hijo aprendiera a amar las cosas de la vida. Las sirvientas cantaban y bailaban para él. Pero a Sergamoni nunca le interesó nada de eso.

—Un hombre curioso —dijo Cublai mientras reía con fuerza. Y seguí contándole la historia:

—Sergamoni nunca había visto a un hombre enfermo, porque no salía de su palacio. Su padre, no dejaba que ningún enfermo se le acercara. Un día que estaba cabalgando, el joven príncipe vio a uno en el camino. Estaba asombrado. Le preguntó a su escolta qué era eso. Sus hombres le explicaron —dije.

—¿Me quieres tomar el pelo? —preguntó el señor Cublai—. ¿Un hombre que nunca ha visto a otro hombre enfermo? O ese chico estaba muy mimado por su madre, o de verdad no conocía nada del mundo.