—Era tonta, es cierto —seguí contando—. Sus hombres le dijeron “sí, todos nos enfermamos”. El hijo del rey no dijo nada y siguió su camino. No había cabalgado mucho cuando se encontró con un anciano. Los acompañantes de Sergamoni le explicaron que el viejo apenas podía caminar por su edad. Le dijeron: “por eso mismo tampoco tiene dientes”.
Me detuve porque pensé que Cublai me interrumpiría de nuevo. No lo hizo, pero se veía triste. Yo seguí contando la historia:
—El príncipe dijo que no quería volver a caminar por ese mundo. Le pareció todo muy feo y gris. Se escapó del palacio y se fue a vivir a las montañas. Allí vivió una buena vida. Les daba felicidad a las personas que se cruzaban por su camino. ¡Era tan bueno, que todos se querían parecer a él!
—Supongo que el joven príncipe tenía un gran corazón. No estaba acostumbrado a ver cosas malas. Debió sorprenderle la maldad que hay en el mundo. Creo que nosotros ya no nos asombramos por cosas así, ¿no crees, Marco Polo? —me dijo con tristeza Cublai. Yo estaba de acuerdo.
—En la montaña, donde vivía el príncipe —proseguí—, se encuentra el “Monumento de Adán”.
—¿Adán?, ¿quién es él? —me preguntó el emperador.
—Era, en la religión cristiana, el primer hombre. Cuentan que fue creado a imagen y semejanza de Dios —contesté—. Se decía que ahí había dientes de Adán, un mechón de su pelo y el plato donde comía.
—¿Reliquias? —preguntó entusiasmado mi señor—. ¡Sabes que me encantan las reliquias! Partamos ahora mismo a esa montaña.
Fue un viaje muy largo. Cuando llegamos, un grupo de enviados comenzaron a buscar las reliquias de Adán. Pasaron muchos días. Después de una comida, se acercaron a nosotros.
—Y bien, ¿las tienen? —preguntó Cublai muy emocionado.
—Así es, mi señor —le respondió uno de los hombres. Luego le mostró el mechón de pelo. Estaba sucio y grasoso. También le entregaron cinco dientes. Estaban negros por el tiempo. A Cublai le dio asco tocarlos. Por último, le dieron el plato.
Estaba a punto de servirse algo de comida en él. Entonces leyó una inscripción que decía: “Si en este plato se pone alimento para una persona, se convertirá en comida para cinco”.
Probó poner comida para una persona. Le sirvió a tres embajadores y a mí. Cuando miró el recipiente ¡seguía lleno!
—¡Era verdad! —exclamó el emperador—, ¡el plato es sagrado!
Del reino de Coilum
En el reino de Coilum, vivían animales hermosos. Eran muy distintos a los del resto del mundo. ¡Había leones negros! No tenían ninguna mancha de otro color. Los plumajes de los pájaros se veían tan blancos como la nieve. Pero su pico y las patas eran rojos. Había también loritos muy graciosos. Podías encontrar pavorreales con los colores del arcoíris. Todas esas especies eran muy variadas y se dice que eran mejores que los animales que conocemos ahora.
Del reino de Eli
Ahora, te contaré mis aventuras por el reino de Eli. Ahí tenían a su propio rey. No había ningún puerto, pero existía un río donde se podía navegar.
En ese lugar, vivían personas civilizadas. Eso no impedía que, si algún barco extraño entraba a sus aguas, lo secuestraran y le robaran todo lo que había en él. Eso fue lo que me sucedió en la nave en que viajaba.
Los piratas se subieron a nuestro barco y nos dijeron:
—Iban a otras playas, pero Dios los ha enviado a nosotros. Por eso les quitamos las cosas que llevan.
No había manera de negarse. ¡Los piratas eran hombres muy salvajes! Entonces se apoderaron del cargamento y lo guardaron.
Ya sin nuestras pertenencias, esperamos a algún otro barco que nos pudiera llevar a casa. Una nave había llegado al puerto. Se refugiaba del mal clima. El capitán nos dijo que, con mucho gusto, nos llevaría a otras tierras, pero cuando el tiempo se pusiera mejor.
Lo terrible fue que, mientras el capitán nos decía eso, ¡los piratas empezaron a invadir su barco! Terminaron llevándose todo su cargamento.
—¡Dejen eso!, ¡no les pertenece! —gritó el capitán.
Pero los hombres no le hicieron caso. Uno de ellos, el que parecía su jefe, se volteó hacia él y le dijo:
—¿Ibas a alguna otra parte? No importa, porque mi buena suerte te ha traído hasta aquí. Por eso, me llevo tus pertenencias.
Del reino de Melibar
Luego de eso, llegó otra nave con un capitán muy feroz. Él no les temía a los piratas. Nos subió a su barco y partió con prisa hacia el reino de Melibar.
En ese sitio, vivían muchos piratas. Ponían sus barcos a cierta distancia unos de otros. Lo importante, era que se alcanzaran a ver. Así cubrían gran parte del mar. En cuanto veían una nave, se mandaban señales de luz. ¡No había barco que se salvara después de esto!
Cuando nosotros pasamos, vimos esos barcos. No puedo negarte que tuve mucho miedo. Para mi gusto, ya había tenido demasiados encuentros con piratas en muy poco tiempo.
Pero el capitán del barco, que era un gran mercader, me tranquilizó diciendo:
—No te preocupes, muchacho, yo conozco a los piratas y no les tengo miedo.
El capitán comenzó a dar gritos y preparó a su gente. “¡A las armas! ¡Todos a sus puestos”. A nosotros nos encerró en un camarote. Desde ahí, pude ver lo que sucedía.
Los piratas subieron a la nave y comenzó una batalla feroz. El jefe de ellos, con tono burlón, le dijo a la tripulación de nuestro barco:
—Vayan a ganarse otras mercancías, porque así la suerte los traerá de nuevo a nuestras manos.
Pero eso solamente enfureció más al capitán y a sus hombres. Después de una dura pelea, logró hacer que los piratas huyeran temerosos. Entonces pudimos continuar con nuestro viaje.