Nuestra señora de París página 2

—¡Socorro, socorro guardias!

Al llegar, vio a uno de los hombres que la sujetaba. ¡Era Cuasimodo!

Gringoire no trató de escapar, pero tampoco siguió avanzando. Le comenzó a dar mucho miedo. ¡Sabía que el jorobado era muy fuerte! Cuasimodo se acercó a él, y con un pequeño empujón, ¡lo mandó a volar cuatro metros! Luego tomó a Esmeralda, la echó encima de sus hombros, y comenzó a correr. La pobre cabra iba detrás de ellos.

—¡Asesinos! ¡Socorro! —gritó la pobre gitana.

—¡Alto ahí, miserables! ¡Suelten a esa mujer! —dijo con voz de trueno un caballero que salió de una calle.

Era el capitán de los arqueros. ¡Hasta llevaba armadura! Tenía una gran espada en la mano. Con mucha habilidad, rescató a Esmeralda. El terrible jorobado intentó recuperar a la joven, pero casi de inmediato aparecieron quince arqueros más para ayudar a su jefe.

Entre todos amarraron a Cuasimodo. Él rugía y echaba espuma por la boca. Si hubiera sido de día, todos habrían escapado por lo feo que era.

Imagen 7

La gitana se puso de pie con elegancia. Luego colocó sus manos en los hombros del oficial, lo miró a los ojos y le dijo:

—¿Cómo te llamas, señor gendarme?

—Capitán Febo, para servirle, señorita.

Mientras el capitán se arreglaba el bigote, Esmeralda aprovechó para irse de ahí.

—Hubiera preferido quedarme con la muchacha que con el jorobado —dijo riéndose el capitán.

Gringoire no pudo hacer nada. Se quedó tirado en el suelo viendo cómo pasaba todo. De pronto, comenzó a tener mucho frío. Se dio cuenta que se había caído sobre una corriente de agua. Luego llegaron unos vándalos, así que Gringoire se levantó como pudo y salió de ahí.

Corrió como un loco. No supo ni por dónde pasó. Después de un rato se detuvo, y pensó: “creo que estoy caminando sin sentido. Sólo tengo miedo, pero debo controlarme”. Trató de regresar a su casa, pero estaba perdido. Vio una luz y fue hacia ella. Pensó que así podría llegar al centro de la ciudad. Mientras recorría las calles de París, algunos hombres extraños comenzaron a seguirlo. Todos le pedían comida o dinero, y como él no tenía, las personas se enojaban.

—¿Dónde estoy? —gritó desesperado.

Una voz que salió de la nada, le contestó con una carcajada:

—En la Corte de los milagros.

Gringoire no lo podía creer. ¡Estaba en el barrio más peligroso de París! ¡Y en la noche! Pensó que iba a morir. No sabía qué hacer. De pronto, tres hombres lo atraparon. Uno de ellos le dijo:

—Quítate el sombrero.

Era un gorro que apenas valía una moneda, pero Gringoire se puso triste. Luego se escuchó una voz:

—¿Quién es este hombre?

La persona que dijo eso, era llamada El rey. Gringoire se dio cuenta de que lo conocía, porque alguna vez ese rey le había pedido limosna.

—Señor, yo lo conozco, una vez usted…

El rey lo calló y dijo:

—¿Qué puede decir en su defensa?

—¿En mi defensa? —preguntó Gringoire—. ¡Pero si yo no he hecho nada malo!

—No digas nada más que tu nombre —gritó el rey.

En ese momento Gringoire se dio cuenta que estaba rodeado de mucha gente. Todos parecían muy malos. Tenían las ropas rotas, pero sobre todo, hacían gestos que harían llorar a un niño pequeño.

—Creo que se equivocan. Yo soy un poeta. Tal vez escucharon mi obra hoy en la mañana, ahí en la plaza.

—Pues ésa es una maravillosa razón para castigarte —dijo el rey—. ¡Nos aburriste muchísimo!

Todos comenzaron a reír y a burlarse de él. Como Gringoire tenía mucho miedo, y no quería que lo castigaran, dijo:

—No sé por qué no me consideran su amigo. Hay poetas que eran muy pobres. ¡Algunos eran ladrones!

El rey le preguntó a los que estaban ahí si debían castigarlo. Uno de ellos dijo:

—¡Tengo una idea! ¡Tengo una idea! Que mejor se convierta en uno de nosotros.

Gringoire se puso muy feliz, porque ya se había dado cuenta que el castigo era que le quitaran la vida, así que dijo:

—¡Claro que seré uno de ustedes! —exclamó emocionado.

—Entonces —dijo el rey—, a partir de ahora, eres de nuestro grupo.

—Sólo tienes que elegir tu boleto de ingreso a nuestro selecto equipo de ladrones: o te damos de palos durante una semana o te casas con una de nuestras mujeres.

Como a Gringoire no le gustaba que lo golpearan, dijo de inmediato:

—¡Me caso!

Las reglas decían que podía elegir entre tres. La primera era una mujer muy grande con cara cuadrada. Su blusa estaba tan rota que parecía un queso.

—¿Dónde está tu sombrero? —preguntó ella.

—Me lo quitaron —contestó él.

—¿Dónde está la bolsa donde guardas tu dinero?

—No tengo ni un centavo —dijo Gringoire.

La mujer soltó una carcajada y les dijo a sus compañeros que mejor lo golpearan con el palo, porque a ella no le gustaban los hombres pobres.

La segunda opción era una señora muy vieja. Estaba toda llena de arrugas. Comenzó a darle vueltas a Gringoire. A él le dio mucho miedo que esa mujer lo eligiera, pero se calmó cuando ella dijo:

—Está muy flaco.

La tercera era una gitana bella.

—¡Sálvame, por favor! —suplicó Gringoire.

Ella lo vio con ternura, pero luego dijo:

—Mi novio se enojaría.

Luego se fue de ahí. El pobre Gringoire ya no tenía opción. Parecía que lo iban a golpear. El rey, burlándose más de él, se subió a un barril y dijo:

—¿Quién quiere quedarse con este pobre hombre a la una, a las dos, y a las…?

En ese momento se escuchó una hermosa voz diciendo:

—¡Yo me lo quedo!

Todos voltearon sorprendidos. ¡Era Esmeralda!

Estaba tan bella que logró calmar a los ladrones de la Corte de los milagros. Ella caminó hacia el acusado. Luego le preguntó al rey:

—¿Planean castigar a este hombre?

—Sí, a menos que lo conviertas en tu marido.

—Así lo haré —dijo Esmeralda.

Los ladrones soltaron el nudo de la cuerda con que estaba amarrado Gringoire. El pobre estaba tan emocionado que tuvo que sentarse. La boda era sencilla, rompieron una jarra para convertirse en marido y mujer.