—Oficial, que le den la pena más alta. Llévenlo a la cárcel de inmediato.
Ya se iba a firma la orden, cuando se acercó el hombre que escribía todo lo que pasaba en la sala para decirle al juez, en voz baja, que Cuasimodo estaba sordo. Pero Florian, claro está, no escuchó nada.
En una plaza de París había mucha gente. En aquella época, cuando iban a castigar a alguien, lo hacían en público. Las personas estaban muy tranquilas cuando llegó una carroza con el condenado. Era nuestro pobre amigo Cuasimodo.
El jorobado obedecía a todo. Lo amarraron, lo hincaron y él no soltaba ni una palabra. Era como si no se diera cuenta de lo que ocurría a su alrededor. Jehan Frollo, el hermano malo del sacerdote, gritaba:
—¡Vengan! ¡Vengan a ver como castigamos a este monstruo!
Jehan odiaba a Cuasimodo porque pensaba que le había quitado el amor de su hermano, pero eso no era cierto. Para fortuna del jorobado, en ese momento comenzó a llover y casi no recibió ningún castigo.
Todos odiaban a Cuasimodo, pero como ya dijimos, es porque a las personas no les gustan las cosas desconocidas. Por eso, cuando vieron que no lo iban a lastimar, le gritaron:
—¡Máscara del mal!
—¡Manos de escoba!
—¡No dejen que vuelva a tocar las campanas de nuestra iglesia!
Aunque Cuasimodo era sordo, veía muy bien. Así se daba cuenta que le estaban gritando cosas horribles. Al principio, no hizo nada, pero poco a poco se fue molestando. Primero volteó a verlos a todos con una mirada feroz. Luego, con gran fuerza, trató de liberarse de sus cadenas. Como no pudo, la gente se rio con más fuerza. Al final se quedó calmado. Lo malo fue que en su interior, comenzó a llenarse de odio contra todas las personas del mundo.
De pronto, todos esos sentimientos horribles se desvanecieron. ¡Es que vio a su amigo Frollo en una mula! Como el arcediano se iba acercando a él, comenzó a sonreír. Pero algo sucedió. Cuando la mula se acercó casi lo suficiente para tocarlo, Frollo dio la media vuelta y se alejó. Tal vez le dio pena ver al jorobado así.
Cuasimodo se puso muy triste. Nunca había llorado, pero aquella vez soltó su primera lágrima. La gente se burló más de él. Lo único que decía era:
—Agua, por favor, un poco de agua.
Nadie lo ayudaba. Algunos hasta le aventaban jarras vacías. De pronto, la mano de una bella joven se acercó a él y le dio de beber. El jorobado se acabó toda el agua en un par de tragos.
La gente que estaba ahí sintió ternura, pues la bella gitana le ayudó a Cuasimodo. Todos comenzaron a aplaudir.
Una mujer le gritó a Esmeralda:
—¡Vete de aquí, gitana!
La muchacha se fue corriendo. Luego, un par de soldados se llevaron a Cuasimodo.
En una casa muy grande y fina había una fiesta. Ahí se encontraba Febo, el capitán de los arqueros que salvó a Esmeralda. Uno de los invitados se asomó a la ventana y vio que la gitana estaba bailando en la calle. Por eso le dijo a Febo:
—Pídele que suba a darnos su espectáculo aquí.
—Es una locura —respondió Febo—. Ni siquiera creo que se acuerde de mí.
—Por favor, inténtalo —dijo una joven de la fiesta.
—No conozco su nombre pero está bien, lo voy a intentar —respondió el arquero.
Se asomó a la ventana, sacó la cabeza y gritó:
—¡Pequeña!
Esmeralda estaba bailando con su pandero. Cuando escuchó la voz, volteó hacia arriba y se quedó inmóvil. Febo le volvió a hablar y le hizo señas para que subiera.
La joven se puso muy roja. Pasó entre los espectadores y fue hacia aquella casa. Cuando le abrieron la puerta, todos se quedaron mudos: ella y los invitados. Nadie sabía qué hacer. El capitán fue el primero que logró decir algo:
—¡Es una criatura encantadora!, ¿verdad, amiga?
—No está mal —respondió Flor de Liz, la amiga de Febo.
—No sé si te acuerdas de mí —dijo el capitán.
—¡Oh, sí! —respondió Esmeralda.
—Es que la otra noche desapareciste —continuó Febo—. ¿Acaso te espanté?
—¡Oh, no! —dijo la gitana.
—Pues en tu lugar me dejaste al horrible de Cuasimodo. Dime, ¿qué quería ese jorobado contigo?
—No lo sé —respondió ella.
—Lo bueno es que fue castigado por su crimen. Pero no como yo hubiera querido —dijo el capitán.
—¡Pobre hombre! —exclamó la gitana.
—Ese monstruo no merece compasión.
Esmeralda se sentía muy incómoda en esa casa. Las mujeres se le quedaban viendo feo y decían cosas en voz baja. Febo, en cambio, sonreía. De pronto, entró la cabra de la gitana. Las mujeres se espantaron, pero la muchacha la tomó en sus brazos.
—Yo he oído que esa cabra está embrujada y hace milagros. Dile que nos haga uno —dijo una de las jóvenes de la fiesta.
—No sé a qué se refiere —contestó Esmeralda—. Ni ella ni yo sabemos hacer magia.
Flor de Lis se acercó a la gitana, tomó una bolsita que traía la cabra y le preguntó:
—¿Qué es esto?
—Eso es mi secreto —respondió la gitana.
—Si tú y tu cabra no nos van a bailar, ¿qué hacen aquí? —dijo otra mujer.
Al escuchar esto, Esmeralda caminó hacia la puerta para irse. Durante un segundo volteó a ver a Febo, con los ojos húmedos de lágrimas.
—¡No puedes marcharte así! —exclamó Febo—. Antes tienes que bailarnos algo. Dime cómo te llamas.
—La Esmeralda —dijo la joven.
Como era un nombre extraño, los invitados a la fiesta comenzaron a reírse. Una niña que estaba en la casa, le dio un mazapán a la cabra. ¡Se hicieron amigas! La niña abrió la bolsita que traía la cabra y sacó un alfabeto que estaba grabado en tablitas.
La cabra formó una palabra con esas letras y la niña exclamó:
—¡Madrina, Flor de Lis! ¡Mira lo que acaba de escribir la cabra!
Flor de Lis se acercó y le dio miedo.
—¿Fue la cabra quien escribió eso? —preguntó la amiga de Febo.
—Sí, madrina.
Como la niña no sabía escribir, no se podía pensar que estuviera mintiendo.
“Entonces, ése es el secreto”, pensó Flor de Lis. La gitana vio lo que había escrito la cabra y volvió a ponerse muy roja. Luego se puso a temblar.
—¡Febo! —decían las invitadas de la fiesta al leer lo que escribió la cabra—. ¡Es el nombre del capitán!
—¡Tienes muy buena memoria! —le dijo Flor de Lis, quien estaba enamorada de Febo, a la gitana.
En un segundo, Esmeralda salió de ahí, le silbó a la cabra y desaparecieron por una puerta. A Flor de Lis se la llevaron por otra, porque estaba tan enojada que quería lastimar a la gitana. Febo dudó entre las dos puertas y siguió a Esmeralda.
El sacerdote Frollo estaba en su habitación. Ésta se encontraba en lo más alto de una torre de la iglesia. Él observaba la plaza. Ahí había mucha gente, pero él sólo veía a una persona: a la gitana.
Ella bailaba con gracia. Giraba su pandero con la punta de los dedos, lo lanzaba muy alto, daba algunas vueltas y lo cachaba antes de que llegara al suelo. Entre los espectadores había un hombre vestido de rojo y amarillo. Parecía ser el compañero de Esmeralda. “¿Quién puede ser?”, se preguntó Frollo. “Siempre la había visto sola”.