Veinte años después página 3

Como ya te habrás dado cuenta, el ayudante odiaba a D’Artagnan.

—Ahora soy un adulto. Sólo he venido a buscar a mi amigo para que me ayude a ser un mejor hombre —dijo el mosquero con una sonrisa.

—No le creo. Viene para llevárselo al infierno. Por suerte, no sé dónde está mi señor.

—¡Cómo! ¿No sabes dónde está Aramis?

D’Artagnan se dio cuenta que el ayudante mentía y que no le iba a sacar ninguna información. Entonces lo tomó de la ropa y lo amenazó, pero en un momento el hombre logró soltarse y corrió hasta meterse en un cuarto seguro. El mosquetero le pagó a un jovencito para que siguiera al ayudante de Aramis y así supo que iba hacia un pueblo cercano. ¡Tal vez Aramis estaría ahí!

Media hora después, el mosquetero y Planchet llegaron al pueblo. Ya era de noche y todo estaba completamente oscuro. Estaban revisando si había alguna luz en el convento, cuando escucharon un ruido. De pronto, unos hombres capturaron a alguien que estaba oculto.

—¡Qué sucede, qué hacen? —gritó D’Artagnan.

—Nada que te importe —contestó el jefe de ellos.

—No sabes con quién te metes —dijo el mosquetero.

—¿Vienes a defenderlo? —dijo el jefe, señalando a la persona que habían atrapado.

—Ni siquiera lo veo, no sé quién sea.

Ellos soltaron al hombre, porque resultó no ser quien buscaban. Ya iban a tomar sus caballos para irse, cuando el sujeto atrapado salió de las sombras, saltó sobre el caballo de Planchet y gritó:

—¡ D’Artagnan, Planchet! Vámonos rápido, tenemos que huir —dijo Aramis.

El mosquetero y su ayudante le hicieron caso, ¡no podían creer que sin desearlo, habían rescatado a su amigo!

Capítulo 7

Los tres jinetes se detuvieron pronto. Estaban del otro lado del convento. Aramis golpeó tres veces en la pared. Entonces se abrió una ventana y de ella arrojaron una cuerda.

—¿Así entras a tu casa? —preguntó burlándose D’Artagnan.

—El convento cierra a las nueve, así que no hay otra manera —contestó riendo Aramis.

Después de subir por la cuerda, los tres usaron una escalera secreta para seguir adelante. Luego D’Artagnan y Aramis entraron al cuarto de éste. ¡Estaba lleno de espadas y pistolas!

—¡Qué curioso! —exclamó D’Artagnan— Cuando eras militar, querías ser sacerdote; ahora que lo eres, tienes más armas en tu cuarto que un capitán de mosqueteros.

—Sólo entreno un poco para mantenerme en forma.

—Bueno, es mejor que te diga a qué he venido. Quiero ofrecerte riquezas y tesoros.

—Ésas son las propuestas que me agradan —contestó Aramis.

—Antes debo saber, ¿estás metido en la política?

—No.

—Entonces podemos seguir adelante.

—Primero debo decirte la verdad —dijo Aramis—, el señor Conti, el enemigo del cardenal, me ha pedido que luche a su lado.

—Si no estás a favor del rey y de su protector, el cardenal Mazarino, estás en mi contra.

—Te equivocas si piensas que el cardenal está cuidando a ese niño rey. A Mazarino sólo le importa Mazarino. Ya deberías saberlo. Y ahora mismo te lo digo, no lucharé a tu lado. Soy un sacerdote, ya no soy un mosquetero.

—Está bien, amigo. No preguntaré más. Ahora dime, ¿dónde puedo encontrar a Porthos?

Aramis le dijo lo que sabía de él. Luego D’Artagnan se despidió y se fue pensando: “Creo que Aramis está en contra de Mazarino, eso quiere decir que es parte de La rebelión. No me gustaría que se convierta en mi enemigo, pero lucharé contra él si es necesario”.

Ya había avanzado junto a Planchet unos doscientos metros, cuando se detuvo y se escondió detrás de unos arbustos. Luego escuchó la voz de Aramis, que estaba hablando con la duquesa de Longueville, quien era una famosa líder de La rebelión, es decir, que sí estaba en contra de Mazarino. D’Artagnan pensó: “¡Tenía razón, Aramis es un traidor!

 

Capítulo 8

El camino hacia las tierras de Porthos fue largo. En el trayecto se fue enterando que ahora tenía mucho dinero. Al llegar a su castillo, vio a su amigo a lo lejos y corrió para saludarlo.

—¡Cuánto me alegro de volver a verte! —dijo Porthos muy emocionado— Vamos a desayunar.

En la mesa pusieron tanta comida y tan rica, que D’Artagnan dijo:

—¡Parece la mesa de un rey!

Mientras comieron, Porthos soltó varios suspiros. Parecía triste.

—¿Qué te sucede, amigo? Tienes castillos, comida, dinero. ¿Por qué sufres? —preguntó D’Artagnan.

—Tengo todo lo que dijiste y más, pero no soy feliz. Las personas aquí se creen mucho. ¡Son insoportables! No sabes lo presumidos que son. Si tan sólo yo fuera…

—¿Barón? —dijo D’Artagnan.

—¡Exacto! —exclamó Porthos.

—Pues amigo, vengo a traerte ese título que deseas.