Veinte años después página 5

El director de la cárcel y Beaufort se habían hecho amigos, aunque no tanto como para que lo ayudara a escapar. El jefe fue a comer unos pasteles al día siguiente y regresó a jugar a la pelota con el preso. Beaufort lanzó la pelota y grito:

—¡Bolita, por favor!

Al hacerlo, se dio cuenta que el trabajador que estaba ahí era ¡el conde de Rochefort! De seguro recuerdas que es el amigo de D’Artagnan.

La pelota que le regresó parecía diferente, así que dijo que estaba cansado y se regresó a su cuarto. La bola tenía adentro una carta que decía:

La hora de su libertad está cerca. Mañana pida un pastel en la tienda. No lo coma hasta que se encuentre solo.

Conde de Rochefort.

Al día siguiente habría una fiesta, así que Beaufort pidió un pastel para comer. Como todavía faltaban muchas horas, le preguntó a Grimaud:

—¿Qué contendrá el pastel?

—Dos puñales, una cuerda y una mordaza para ponerla en la boca de quien quiera gritar.

Capítulo 11

Beaufort estaba en su celda. Cerca de él se escuchaban las risas de sus ocho guardias. De lejos, alcanzaba a ver a Grimaud. ¡Se veía tan serio! Le costaba trabajo creer que él le ayudaría a escapar.

Dieron las seis. La comida ya estaba puesta en la mesa. En medio de ella estaba un gran pastel.

—Usted se ve muy feliz —dijo el jefe de la cárcel—, no estará pensando en escapar, ¿verdad?

Beaufort se rio como si hubiera dicho el mejor chiste de la historia.

—Tengo más de cuarenta formas de escapar —dijo Beaufort.

—¡Vaya! Son muchas. Cuénteme una —dijo el jefe, también en tono de broma.

—Claro que sí. Mire usted. Por ejemplo, puede pasarme ese pastel que está al centro de la mesa.

El jefe se lo dio.

—Ahora, para escapar, también necesito saber qué sucede afuera de la Bastilla.

—Eso es imposible —dijo el jefe.

—Al contrario. Sólo necesito jugar a la pelota con usted, y así, cada vez que una bola pasa del otro lado del muro, puedo platicar con alguien que me dice en qué momento debo irme.

—Hace muy bien en decirme eso. Ahora lo vigilaré cuando juguemos.

—Después de eso, necesito dos caballos para que me lleven.

—Claro, pero esos caballos deberán tener alas para ir por encima del muro —dijo el jefe con una carcajada.

—No, no. Los caballos no deben subir, el que debe bajar soy yo.

—¿Cómo?

—Con una escalera.

—Pero se le olvida que una escalera no se puede meter en una pelota.

—Es cierto, pero sí cabe dentro de un pastel. Y claro, también necesito alguien que me ayude en todo esto. ¿Quién mejor que Grimaud?

—¿Grimaud? Ahora sí que se volvió loco. ¡Ese hombre lo odia!

—En fin, que voy a escapar a las siete en punto. Es decir, en unos minutos.

El jefe de la cárcel comenzó a sudar. Ya no sabía si todo era realidad o una broma.

—Es decir… ¿ahora?

—Ahora —contestó Beaufort mientras sacaba del pastel un puñal y la cuerda.

En unos cuantos movimientos, el jefe ya estaba amarrado a su silla y con una mordaza en la boca para que no pudiera gritar. En ese momento sonó el reloj.

—Las siete —dijo Grimaud quien no había dicho una palabra.

Ataron la escalera a la ventana y comenzaron a bajar. ¡Les costó muchísimo trabajo! El muro medía más de treinta metros. Al final, tuvieron que saltar de gran altura y Grimaud se lastimó una pierna. Al llegar al suelo, Beaufort dijo:

—Caballeros, después les daré las gracias, ahora es tiempo de correr.

—¡Así es! —dijo emocionado Rochefort, quien lo esperó abajo todo el tiempo.

Capítulo 12

D’Artagnan cobró el dinero que le envió el cardenal y se encontró con Porthos. Luego fueron a buscar a Mazarino.