El príncipe feliz para niños

Cuento El prĂ­ncipe feliz de Oscar Wilde

El príncipe feliz para niños

¡Vaya, vaya! Tenemos a un conocedor de literatura infantil. Te felicito, tienes un gusto excelente, pues este cuento de Oscar Wilde es increĂ­ble. 

Así el, El Príncipe Feliz se ha convertido en un clásico por su belleza, su mensaje y claro, por la calidad

Y es que Oscar Wilde escribió grandes, muy grandes cuentos cortos, es decir, cuentos pequeños pero fabulosos. Disfru

Disfruta GRATIS y en LÍNEA de este cuento para niños que traemos para ti.

El PRĂŤNCIPE FELIZ

En la parte más alta de la ciudad, sobre una columna, había una estatua a la que todos conocían como la del Príncipe feliz.

Estaba toda cubierta de oro muy fino. En lugar de ojos normales, tenía dos centelleantes zafiros y en el puño de su enorme espada había un rubí rojo.

Por todo lo anterior, la gente que pasaba por ahĂ­ se detenĂ­a para admirarla.

—Ese príncipe es tan hermoso como una veleta —dijo uno de los consejeros de la ciudad, que deseaba que todo el mundo pensara que era un experto en arte—, claro que no es tan útil —dijo para que también creyeran que era un hombre práctico.

—¿Por qué no puedes ser como el Príncipe feliz? —le preguntó una mamá a su pequeño niño que lloraba porque quería que la Luna entera fuera para él—. ¡El Príncipe feliz jamás lloraría por todo como lo haces tú!

—Me alegro que por lo menos alguien en este planeta esté contento —dijo en voz muy baja un hombre que se encontraba muy triste viendo la maravillosa estatua.

—¡Es un ángel! —dijeron los niños del Colegio de la Caridad, que salían de la catedral luciendo sus brillantes capas rojas y sus blancos delantales.

—¿Cómo pueden decir si se parece o no a un ángel si nunca han visto uno? —dijo un maestro de matemáticas que los acompañaba.

—¡Porque sí los hemos visto en nuestros sueños! —contestaron los niños, y el maestro de matemáticas se molestó porque no le gustaba que los niños soñaran.

Cierta noche voló sobre la ciudad una pequeña Golondrina. Estaba sola porque hacía seis semanas que sus compañeras se habían ido a Egipto, pero ella se quedó ya que estaba enamorada del más hermoso de los juncos, que son unas plantas muy delgaditas.

Ellos se conocieron cuando comenzĂł la primavera. La golondrina estaba jugando a perseguir a cierta mariposa amarilla que estaba volando sobre el rĂ­o. Cuando lo vio, se sintiĂł atraĂ­da por la breve cintura del junco y se detuvo para hablarle.

—¿Te gustaría que me enamorara de ti? —le preguntó la golondrina, a la que no le gustaba andarse con rodeos.

El junco, como respuesta, hizo una profunda reverencia.

La golondrina comenzó a volar una y otra vez a su alrededor. Rozaba el agua con sus alas y formaba pequeñas ondas plateadas en el río. De esta forma ella coqueteaba, y así lo hizo durante todo el verano.

—Es un noviazgo ridículo —decían las otras golondrinas—. Él es pobre y tiene demasiados parientes —y era verdad, porque en el río había muchísimos juncos.

Después de un tiempo, al llegar el verano, las golondrinas emprendieron el vuelo hacia su nuevo hogar, porque esto es lo que hacían cada año.

Cuando todas sus compañeras se fueron, la golondrina se sintió muy sola y triste, y comenzó a cansarse del amor que creía tener por el junco.

—No sabe de qué hablar —se dijo—. Además es muy coqueto, siempre se deja mecer por la brisa.

Y la verdad es que asĂ­ era, porque cada vez que soplaba la brisa, el junco le hacĂ­a cientos de reverencias.

—Lo que tengo que admitir, eso sí, es que es muy hogareño —siguió diciendo la golondrina—, pero a mí me gusta viajar y aquél que me ame, también debe disfrutar los viajes como yo.

—¿Quieres venir conmigo? —le preguntó, pero el junco le dijo que no con la cabeza, porque estaba muy a gusto en su casa.

—¡Estabas jugando conmigo! ¡Me voy hacía las pirámides! ¡Adiós! —le gritó y se fue volando.

VolĂł durante todo el dĂ­a y en la noche llegĂł a la ciudad.

—¿Dónde encontraré un lugar para que no me dé frío? —se preguntó—. Espero que en la ciudad encuentre algo lindo para mí.

En ese momento vio a la estatua en su alta columna.

—Pasaré la noche aquí —dijo la golondrina—, es un lugar excelente y con buena ventilación.

Y se acostĂł a los pies del PrĂ­ncipe feliz.

—Tengo un dormitorio de oro —murmuró mientras echaba una mirada a su alrededor. Se dispuso a dormir, pero en el momento que iba a acomodar su cabeza sobre su ala, le cayó una gruesa gota de agua.

—¡Esto sí que es extraño! En el cielo no hay ni una sola nube, las estrellas están brillando y de todos modos está lloviendo. No cabe duda que el clima del norte de Europa es espantoso. Al junco le gustaba la lluvia, pero era por puro egoísmo.

Mientras decĂ­a esto, volviĂł a caerle una gota.

—¿De qué sirve una estatua si no me protege de la lluvia? Voy a buscar una chimenea que esté bien cubierta —dijo, y se dispuso a volar.

Pero antes de que abriera las alas, una tercera gota le cayó encima. La golondrina miró hacia arriba y vio… ¿te imaginas lo que pudo haber visto?

Los ojos del Príncipe feliz estaban llenos de lágrimas que rodaban por sus mejillas doradas. Su rostro era tan bello a la luz de la luna, que la golondrina sintió piedad por la estatua.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Soy el Príncipe feliz.

—Y si eres feliz, ¿entonces por qué lloras? Me has empapado casi por completo.

—Te voy a contar mi historia. Cuando yo vivía, en mi pecho latía un corazón como el de todos los hombres —respondió la estatua—. Jamás supe lo que era estar triste o derramar una lágrima, porque vivía en el palacio de Sans-Souci, donde no se admite el dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín había un muro muy alto, pero a mí nunca se me ocurrió ni pensar lo que había del otro lado, porque todo lo que estaba a mi alrededor era hermoso. Mis cortesanos me llamaban Príncipe feliz, y en verdad lo era, si es que a los placeres de la vida se les puede llamar felicidad. Así viví y así morí.