Veinte años después página 6

—Buenas tardes, teniente —saludó el cardenal.

—Aquí le traigo a Porthos, una de las mejores espadas del reino.

—¿Y sus otros amigos?

—No pudieron venir, pero llegarán después —contestó D’Artagnan, aunque estaba mintiendo.

De pronto entró un hombre que dijo:

—¡Señor cardenal, señor cardenal!

Era un oficial de la guardia de la cárcel. Como estaba pálido y parecía espantado, Mazarino le permitió hablar.

—Señor —dijo con la voz cortada el soldado—, ¡Beaufort se acaba de fugar del castillo!

—¿Y no ordenaste que le dispararan?

—Sí, pero ya estaba muy lejos.

—¿Qué estaba haciendo el jefe de la cárcel?

—Lo ataron a una silla y le pusieron una mordaza en la boca, señor.

—¿Y su ayudante?

—Era cómplice de Beaufort. Se fugó con él.

—Señor —interrumpió D’Artagnan—. Estamos perdiendo un tiempo muy valioso.

—Cierto, pero, ¿quién irá tras él?

—¡Nosotros! —gritó Porthos.

El cardenal se sorprendió. No estaba acostumbrado a tener a hombres tan valientes a sus órdenes.

—Cuando lo alcancen —dijo el cardenal—, no se va a rendir. ¿Están dispuestos a combatir con él?

—Hace mucho tiempo que no peleamos —contestó D’Artagnan—. Estaremos felices de hacerlo.

Mazarino puso la orden en un papel. Ahí escribió que todos los guardias deberían ponerse a sus órdenes y, además, que podían tomar todos los caballos que quisieran.

—Porthos —dijo el cardenal—. Si me traen al duque, te convertiré en barón. Y a ti, D’Artagnan, te concederé lo que me pidas.

—¡A los caballos, Porthos! —dijo D’Artagnan emocionado.

Al salir, reunieron a ocho guardias para que los acompañaran. Luego partieron a todo galope.

Después de cabalgar un rato, se encontraron con algunos guardias de la cárcel, ellos les informaron que sólo eran cuatro los fugitivos, y que, además, uno de ellos estaba herido.

—¿Cuánto tiempo nos llevan de ventaja? —preguntó D’Artagnan.

—Dos horas y media —contestó uno de ellos.

Los caballos iban tan rápido que no todos lograron seguir la carrera. Tres de ellos se quedaron parados, otros sólo caminaron lento. Así, poco a poco, nuestros amigos se fueron quedando solos. De pronto, el caballo de Porthos se detuvo.

—¡Hasta aquí llegamos! —dijo el mosquetero.

En eso estaban cuando se escuchó un relincho. Buscaron de dónde había venido y encontraron una cabaña. Agarraron sus armas y caminaron hacia ella. Ahí tomaron unos caballos que encontraron afuera. Aunque los dueños intentaron evitarlo, tenían la orden del cardenal que les permitía llevárselos.

Así cabalgaron media hora más. De pronto, vieron a dos caballeros que iban hacia ellos. Con un grito les preguntaron quiénes eran, pero no contestaron. Por eso, nuestros héroes sacaron sus pistolas y dispararon. Los dos hombres cayeron de sus caballos, pero muy pronto llegaron más.

—¿A quién buscan? —preguntó uno de ellos.

—A Beaufort —contestó D’Artagnan.

Uno de los jinetes comenzó a reír, lo que hizo enojar al mosquetero, quien sacó la espada y lo atacó. De pronto llegaron otros dos hombres a agredirlos.

—¡Pero si son muchísimos! —dijo Porthos.

Uno de los hombres derribados se levantó y le disparó a Planchet, el ayudante de D’Artagnan. Aunque sólo lo lastimó un poco en la pierna, Porthos se enojó mucho. Fue hacia el atacante y con un solo golpe lo dejó en el piso.

D’Artagnan avanzó, vio que alguien estaba a punto de dispararle y logró esquivar el tiro. Luego dijo:

—Vamos a batirnos como se hacía antes, con espadas.

El contrincante aceptó. D’Artagnan atacó con fuerza, pero la habilidad con que su adversario lo esquivó, lo hizo pensar. Uno y otro tiraron golpes, pero no lograban hacerse daño. Un poco cansado, el mosquetero decidió tirar su mejor estocada, la preparó y… ¡fue detenida sin esfuerzo!

—¡Voto a tal! —dijo D’Artagnan (que era la frase que exclamaba cuando estaba sorprendido).

Al escuchar esto, el otro espadachín dio un salto para atrás, estiró la cabeza para ver contra quién luchaba y dijo:

—¡D’Artagnan!

—¡Athos! —dijo nuestro héroe.

Ambos levantaron la espada. Luego se escuchó otra voz.

—¡No vayas a disparar, Porthos!

—¿Aramis? —preguntó el gran mosquetero.

Todos se quedaron mudos. No sabían qué hacer. Por primera vez en su vida, eran enemigos y no lo sabían.

—Dame la mano, amigo —le dijo Athos a D’Artagnan.

El teniente dio un paso hacia atrás y contestó:

—Estoy deshonrado. No puedo creer que mi gran amigo defienda a un traidor. ¡Yo juré que lo capturaría vivo o muerto! —dijo D’Artagnan.

—Mátame, si con eso recuperas tu honor —dijo Athos.

—¡Qué triste estoy! —susurró D’Artagnan—. Sólo tú podías detenerme. Ahora, ¿qué le voy a decir al cardenal?

—Dile que ha enviado en mi contra a los únicos hombres capaces de vencer a cuatro de mis defensores y de no rendirse nunca, incluso cuando tienen alrededor a cincuenta hombres —comentó una voz que salió de los árboles.

—¡El príncipe! —dijeron al mismo tiempo Athos y Aramis, cuando vieron y escucharon a Beaufort.

—¡Cincuenta hombres! —gritaron Porthos y D’Artagnan.

—Si no me creen, volteen a su alrededor —dijo Beaufort.

Los mosqueteros voltearon y vieron que estaban completamente rodeados.

—Vamos, señores, entreguen las espadas —dijo Beaufort.

—¡Nunca! —gritó D’Artagnan.

Athos se acercó al duque. Le dijo unas palabras al oído. Luego comentó:

—Les debo mucho, mis queridos Athos y Aramis. No puedo negarles nada. Así que: D’Artagnan, Porthos, los dejo libres.

Luego los cuatro amigos se reunieron en un círculo. D’Artagnan dijo:

—Ahora que somos contrincantes, nada volverá a salir bien.

—Así es —dijo Porthos.

—Pues luchen a nuestro lado —dijo Aramis.

—Aunque estamos en bandos contrarios, todavía no nos declaramos la guerra. Será mejor que nos reunamos después. Así decidiremos qué hacer —comentó D’Artagnan.

Todos estuvieron de acuerdo. Y así, quedaron de verse al día siguiente a las diez de la noche.

Capítulo 13

D’Artagnan y Porthos estaban cenando. Los dos estaban tristes porque ahora sus amigos eran enemigos.

—No iré a la cita —dijo D’Artagnan.

—Tenemos que ir. No podemos permitir que piensen que somos cobardes —respondió Porthos.

Mientras esto pasaba, en un hotel estaban Athos y Aramis.

—Vamos a descansar aquí —dijo Athos—. Podemos dejar nuestras armas y descansar un poco.

—No puedes dejar las armas —dijo Aramis—. Vamos a una cita de guerra.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Athos.

—Que ahora son nuestros grandes enemigos. Ya no podemos confiar en ellos. ¿Qué tal si le contaron al cardenal lo que sucedió y la cita es una trampa para atraparnos?