Al escuchar esto, di gracias al guardián de la yegua. En efecto, cuando todo pasó, salieron los hombres. ¡Fueron tan amables! Me dieron comida y me prestaron un caballo. Uno de ellos dijo:

—Ven con nosotros para que conozcas a nuestro señor.

Yo acepté y comenzamos juntos el viaje. Cuando llegamos a la ciudad, mis compañeros se adelantaron para contarle al rey sobre mí. Él no podía creer mi fantástica historia. Se comportó como la persona más amable que he conocido. Además, como se dio cuenta que yo tenía muchos conocimientos sobre el mar, me nombró director de puertos.

Al poco tiempo, el rey y yo nos hicimos amigos. Me pedía consejos y me daba obsequios muy caros. Llegó el momento en que me convertí en su asesor principal.

A pesar de que me iba muy bien ahí, yo deseaba volver con mi familia y mis amigos. Por eso, a cada capitán de barco que veía, le preguntaba:

—¿Conoce Bagdad? ¿Sabe cómo llegar?

Lo más extraño es que ¡nadie conocía mi tierra! Jamás habían escuchado hablar sobre mi ciudad. Pensé que estaba condenado a quedarme ahí.

Un día estaba de pie a la orilla del mar. Entonces vi entrar un navío mercante muy grande. Como era mi trabajo, subí al barco a buscar al capitán. Cuanto terminaron de desembarcar, le pregunté:

—¿Queda algo en las bodegas?

—Aún están ahí algunas cosas, pero su dueño se ahogó hace tiempo. El pobre hombre viajaba con nosotros. Queremos vender estas mercancías para dar el dinero a sus parientes en Bagdad.

—¿Cómo se llama ese comerciante? —pregunté emocionado.

—Simbad el Marino —dijo.

Miré con cuidado al capitán y reconocí al dueño del barco en el que naufragué.

—¡Yo soy Simbad el Marino! —dije casi gritando.

—¿Cómo te atreves a decir que eres él? ¡Yo vi cómo se ahogó!

Entonces le conté toda mi historia. Además le dije cosas que sólo él y yo sabíamos. El capitán ya no dudó de mi identidad y les gritó a todos los del barco para que vinieran a felicitarme y abrazarme.

Luego me entregaron todas mis mercancías. Como yo conocía ya el lugar, las vendí casi de inmediato y obtuve ganancias enormes. Claro, me guardé algunas cosas para dárselas como regalo al rey Mihraján. Él, en agradecimiento, también me dio objetos de mucho valor.

Después fui a despedirme del rey y a darle las gracias por su generosidad. Me abrazó con mucho cariño y me dio todavía más regalos, los cuales pueden ver aquí, mis queridos invitados.

Subí a bordo del barco y en pocos días llegamos al puerto. Luego me dirigí a mi amada Bagdad, donde me encontré con mi familia y amigos, quienes pensaban que había muerto. Todo fue alegría. Así fue mi primer viaje. Mañana les contaré otro.

El segundo viaje de Simbad

Al día siguiente, los invitados llegaron a casa de Simbad, quién dijo:

«La verdad es que yo disfrutaba de una vida perfecta. No me hacía falta nada y descansaba todo el tiempo. Pero creo que hay algo mal en mí. De pronto se me ocurrió la idea de viajar otra vez. ¡Quería ver islas y tierras nuevas!

Fui a comprar mercancías para vender. Busqué un barco que me gustara y metí mis cosas en él. Partimos aquel mismo día. Vendí algunos objetos, compré otros. Lo que hace cualquier comerciante.

Íbamos navegando con tranquilidad cuando vimos una isla maravillosa. Estaba llena de árboles y ríos. Los comerciantes le pedimos al capitán que nos dejara bajar un rato, y él nos dio permiso.

Llevé sólo un poco de comida para esa tarde. Al bajar, me acosté en el pasto delicioso y me quedé dormido. Cuando desperté, no vi a ninguno de los pasajeros del barco. ¡La nave había partido sin mí! ¡Nadie notó de mi ausencia! Busqué por todos lados y no vi ni a una persona. Luego observé la vela del barco alejándose.

Me quedé muy triste y sin saber qué hacer.

—¿Para qué vine a este lugar si lo tenía todo en mi casa? —me dije en voz alta.

Luego me calmé y pensé: «Ya tuviste buena suerte una vez, Simbad, no creas que siempre será así».

Me da un poco de pena decirlo, pero me puse a llorar. Ya después de un rato, me di cuenta que no tenía caso estar así. Me levanté y me puse a revisar la isla. Tenía mucho miedo de encontrarme con alguna bestia feroz. ¡O peor! Con algún enemigo salvaje.

Me subí a un árbol para ver mejor. A lo lejos me pareció observar un fantasma blanco. Uno muy grande. Caminé hacia donde lo vi. Al llegar, me di cuenta que era como una piedra grande en forma de círculo. Le di la vuelta para ver cuánto media: cincuenta pasos exactos.

En realidad, parecía un edificio redondo. Por eso me puse a buscar alguna puerta o ventana. De pronto, la luz del sol desapareció. Primero creí que era por una nube. Alcé la cabeza y vi un pájaro enorme. ¡Sus alas tapaban toda la luz!

Entonces recordé que, en mi juventud, los marineros contaban sobre un ave gigante llamada “rokh”. ¡Decían que podía levantar un elefante! Así me di cuenta que ese animal era el rokh y que la piedra blanca era… ¡Un enorme huevo!

De pronto, el pájaro se puso encima de él. Yo me tiré al suelo y quedé debajo de una de sus patas. ¡Era tan gruesa como un viejo árbol! Me quité mi turbante. Lo até como si fuera una cuerda y con él me amarré al pájaro. «Estoy seguro que esta ave volará muy lejos. Así podré salir de esta isla», pensé.

Pasé toda la noche esperando, pero el rokh no se movió hasta que salió el Sol. Lanzó un grito espantoso y comenzó a volar. Subió y subió tan alto que pensé que íbamos a chocar con el fin del cielo. Luego bajó con tanta rapidez, que yo no sentía mi cuerpo. Llegó a un sitio lleno de piedras y tierra y me desamarré con velocidad. Me alejé para que el ave no pudiera verme y la vi volar de nuevo. ¡Estaba libre!

Voltee a ver dónde estaba y me sentí más triste que nunca. ¡A mi alrededor sólo había montañas imposibles de escalar! Por eso pensé: «Qué tonto soy. Estaba mucho mejor en la isla. Ahí, por lo menos, había frutas y agua fresca. ¡Aquí no hay nada! ¡Voy a morir de hambre y de sed!».

Me levanté y comencé a caminar para ver dónde estaba. Así fue como me di cuenta de que ¡todo estaba hecho con diamantes! Por todas partes había pequeños diamantitos que se habían salido de la montaña. Comencé a verlos con cuidado, cuando vi el espectáculo más horroroso: ¡miles de serpientes negras! Eran tan grandes, que cada una se hubiera podido comer un elefante.