Cuento el príncipe feliz de Oscar Wilde pagina 3

—Me esperan en Egipto —respondió la golondrina—. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata, que es una enorme caída de agua. Te contaré cómo es. Tiene unos juncales hermosos, donde descansa el hipopótamo. Ahí, en su gran trono está el dios Memnón, quien vigila a las estrellas durante toda la noche. Cuando ve brillar un lucero da un gran grito de alegría y luego se queda en silencio. Cuando el Sol está en lo más alto, los leones de dorada melena bajan a tomar agua. Ellos tienen los ojos verdes y su rugido es más poderoso que el de las cataratas.

—Golondrina, golondrina, mi pequeña golondrina —dijo el Príncipe—. Lejos de aquí, al otro lado de la ciudad, alcanzo a ver a un joven en un cuartucho. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles. A su lado hay un vaso con un ramo de violetas marchitas. Tiene el cabello café y rizado, los labios rojos como las granadas y ojos grandes y soñadores. Quiere terminar una obra de teatro que le solicitó el director, pero tiene tanto frío que ya no puede escribir. Su estufa ya no tiene fuego y se ha desmayado de tanta hambre que tiene.

—Me quedaré contigo una noche más —respondió la golondrina que en el fondo tenía buen corazón—. ¿Quieres que le lleve otro rubí?

—¡Ay de mí! ¡No tengo más rubíes! Lo único que me queda son mis ojos. Son dos zafiros muy raros traídos desde la India hace miles de años. Saca uno de ellos y llévaselo al joven. Él podrá vendérselo al joyero, comprar leña para su estufa y así podrá terminar su obra de teatro.

—Mi querido Príncipe, no me pidas que haga eso —dijo muy triste la golondrina y se puso a llorar.

—Golondrina, golondrina, mi pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, haz lo que te pido porque es muy importante.

Entonces la golondrina voló hasta la cabeza de la estatua y con su pico sacó uno de los zafiros. Después voló hacia el cuartucho del joven escritor. No le costó trabajo entrar, porque en el techo había un hoyo por el que se metió rápidamente.

El joven tenía su cabeza entre sus brazos y no oyó el aletear del ave. Cuando levantó su cabeza, se encontró con el magnífico zafiro que estaba entre las violetas marchitas.

—Veo que comienzan a reconocer mis méritos —exclamó—. Esto es un regalo de alguien que me admira mucho. Ahora puedo terminar mi obra de teatro.

Y se sintió muy feliz.

Al día siguiente la golondrina viajó hacia el puerto. Se posó sobre el mástil de un gran barco y observó cómo los marinos sacaban con cuerdas unos grandes cofres.

—¡Me voy a Egipto! —dijo la golondrina, pero nadie prestó atención.

Cuando salió la Luna, regresó a ver al Príncipe.

—He venido a despedirme —dijo el ave.

—Golondrina, golondrina, mi pequeña golondrina —, quédate conmigo una noche más.

—Estamos ya en invierno, Príncipe, y pronto el clima estará muy helado. En cambio, en Egipto ya están tibias las verdes palmeras y los cocodrilos, acostados en el barro, miran con pereza a su alrededor. Mis compañeras ya están haciendo sus nidos, mientras que las palomas blancas las observan. Mi querido amigo, tengo que dejarte pero nunca te olvidaré y en la siguiente primavera te traeré piedras preciosas para que las pongas en el lugar de aquellas que has regalado. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro tan azul como el agua de mar.

—A una cuadra de aquí —dijo el Príncipe—, hay una niña que vende fósforos. Los cerillos se le han caído cerca de una alcantarilla y ya no sirven. Su padre la castigará si no vuelve a casa con unas monedas y la pobrecita no deja de llorar. No tiene zapatos ni medias, tampoco algo para cubrir su cabeza. Sácame el otro ojo y dáselo a ella, así su padre no la castigará.

—Me quedaré una noche más contigo —contesto la golondrina—, pero no puedo sacarte tu ojo, ¡te quedarías completamente ciego!

—Golondrina, golondrina, mi pequeña golondrina —, te suplico que hagas lo que te pido.

El ave arrancó el último zafiro y voló con él en el pico. Volando velozmente con la niña y dejó caer sobre la palma de mano la piedra preciosa.

—¡Qué hermoso trozo de vidrio! —gritó la pequeña, y se fue a su casa corriendo.

Luego la golondrina regresó con la estatua.

—Ahora que estás ciego —le dijo el ave—, me quedaré para siempre contigo.

—No, mi pequeña golondrina —respondió el Príncipe Feliz—, debes irte a Egipto con tus compañeras.

—Me quedaré aquí contigo para siempre —volvió a decir la golondrina y se durmió a los pies de su amigo.

 

Durante todo el día siguiente estuvo posada en el hombro de la estatua, relatándole las cosas que había visto en los lejanos y extraños países en los que había estado. Le hablo sobre la Esfinge, una construcción casi tan vieja como el mundo, que vive en el desierto y lo conoce todo; de los mercaderes que avanzan lentamente junto a sus camellos; del rey de las montañas de la Luna, que es tan negro como el ébano y que adora a un gran cristal; de la gran serpiente que vive en un árbol y que dispone de veinte sacerdotes para que la alimenten con pastelitos; y de los pigmeos, que navegan sobre hojas en un gran lago y siempre están en guerra con las mariposas.

—Mi querida golondrina, tú me cuentas historias maravillosas, pero lo más increíble es el sufrimiento de los seres humanos. No hay un misterio tan grande como la miseria de los hombres. Vuela sobre mi ciudad y cuéntame lo que tú veas.

Y así la golondrina voló por la gran ciudad y vio cómo los ricos se divertían en sus palacios, mientras que los pordioseros se quedaban afuera de sus puertas esperando una moneda.

Voló por lugares terribles, donde niños con caras pálidas y mucha hambre caminaban con la mirada perdida. Bajo el puente estaban dos niños acostados, uno en brazos del otro, tratando de darse calor.

—Tenemos mucha hambre —decían.

—¡No pueden estar aquí! —les gritó el guardián y se fueron ambos, vagando sobre la lluvia.

La golondrina volvió junto al Príncipe y le contó lo que había visto.

—Estoy recubierto de oro fino —dijo la estatua—. Hoja por hoja debes llevarlo y dárselo a mis pobres. Por alguna razón, los hombres siempre han pensado que el oro puede hacerlos felices.

Y así fue, hoja por hoja la golondrina fue arrancando aquel oro fino, hasta que el Príncipe quedó gris y opaco. Los pobres fueron recibiendo ese tesoro, por lo que las caritas de los niños se hicieron rosadas y jugaban y reían en las calles.

—Ya no tenemos hambre —decían.

Luego vino la nieve y con ella las heladas. Las calles parecían de plata, por lo mucho que brillaban. Todos andaban por las calles envueltos en pieles, y los niños usaban gorros y patinaban sobre el hielo.

La pobre golondrina sentía cada vez más frío, pero no abandonaba al Príncipe, porque lo quería mucho. Cuando el panadero no veía, picoteaba las migajas en la puerta de la panadería y agitaba mucho sus alas para entrar en calor.

Llegó el momento en que supo que iba a morir. Apenas tuvo fuerzas para volar una vez más hasta el hombro del Príncipe.

—Adiós, mi querido Príncipe —murmuró—, ¿me dejas que bese tu mano?

—Me alegro de saber que por fin te vas a Egipto —contestó la estatua—, pero debes besarme en los labios porque te he tomado mucho cariño.

—No me voy a Egipto —dijo la golondrina— voy a la Morada de la Muerte, que es hermana del Sueño, ¿no es cierto?       

La golondrina besó los labios del Príncipe Feliz y cayó muerta a sus pies.

Un extraño ruido se escuchó dentro de la estatua, como si algo se rompiera. Era el corazón del Príncipe que se había roto en dos.

A la mañana siguiente el Alcalde paseaba junto a los consejeros de la ciudad. Al pasar junto a la estatua miró hacia arriba y dijo:

—¡Dios mío! ¡Qué pobre se ve el Príncipe Feliz!

—¡Es cierto! Se ve muy pobretón —respondieron los consejeros, que siempre estaban de acuerdo con lo que decía el Alcalde. Y subieron a observarlo.

—El rubí de su espada se ha caído, sus ojos han desaparecido y también el oro que lo cubría —dijo el Alcalde—. Así como está, parece un pordiosero.

—Parece un pordiosero —dijeron los sabios consejeros.

—Y miren ustedes, hay un pájaro muerto a los pies de la estatua —continuó el alcalde—, debemos hacer una ley que prohíba a los animales morir aquí.

Luego derribaron la estatua del Príncipe Feliz.

—Como ya perdió su belleza, ya no tiene utilidad —dijo el profesor de arte de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua y el Alcalde organizó una reunión para decidir qué se haría con todo ese metal.

—Lo más lógico es que hagamos otra estatua —dijo el Alcalde—, y esa estatua será en mi honor.

—¡Será en mi honor! —dijo cada uno de los consejeros y se pusieron a discutir sobre eso. Tanto se pelearon, que la última vez que los vi seguían discutiendo.

—¡Qué cosa tan rara! —dijo el jefe de la fundidora—. No puedo lograr que se funda ese corazón de plomo partido en dos. Tírenlo a la basura.

Y lo arrojaron justo donde estaba el cuerpo de la golondrina.

En el cielo, Dios le dijo a uno de sus ángeles:

—Tráeme las dos cosas de más valor que haya en la ciudad.

Y el ángel le llevó el corazón de plomo y a la golondrina.

—Haz elegido muy bien —dijo Dios—. Esta avecilla cantará por siempre en el jardín del Paraíso y en mi ciudad de oro, el Príncipe feliz me alabará.