Cuentos de amistad cortos para niños página 6

—No te preocupes, ya encontraremos la ruta.

Pero no la encontraron. Anduvieron toda la noche y todo el día siguiente, desde la madrugada hasta el atardecer, sin lograr salir del bosque. ¡Tenían tanta hambre! No habían comido más que unos pocos frutos recogidos del suelo. Además, se sentían tan cansados que ya ni podían estar de pie. Se acostaron al pie de un árbol y se quedaron dormidos.

Así amaneció el tercer día desde que salieron de casa. Comenzaron a caminar de nuevo, pero cada vez se perdían más en el bosque. ¡Si alguien no acudía pronto en su ayuda, estaban condenados a morir de hambre!

De pronto vieron un hermoso pajarillo, blanco como la nieve, parado en la rama de un árbol. Cantaba tan dulcemente, que se detuvieron a escucharlo.

Cuando terminó, abrió sus alas y comenzó a volar. Ellos lo siguieron hasta llegar a una casita. El ave se paró en su tejado. Al acercarse vieron que la casita estaba hecha de pan y cubierta de azúcar. ¡Las ventanas eran de puro caramelo!

—¡Mira qué bien! —exclamó Hansel—. Aquí nos vamos a recuperar de todos males que hemos vivido. Yo comeré un pedacito del tejado; tú, Gretel, prueba la ventana. ¡Debe saber tan dulce!

El niño se subió al tejado y rompió un trocito para ver a qué sabía. Mientras tanto, su hermanita les daba pequeñas mordidas a los cristales.

Entonces oyeron una voz suave que venía del interior de la casa:

¿Será acaso la ratita

la que se come mi casita?

Y los niños respondieron:

Es el viento, es el viento

que sopla violento.

Y siguieron comiendo sin pensar en nada más. Hansel, que encontraba el tejado sabrosísimo, le quitó un buen pedazo. Gretel sacó todo un cristal redondo y se sentó en el suelo, comiendo con las dos manos.

De pronto la puerta se abrió bruscamente. Luego salió una mujer viejísima que se apoyaba en una muleta. Los niños se asustaron tanto que soltaron lo que tenían en las manos. La vieja les hizo una seña para que se calmaran y les dijo:

—Hola, pequeñines, ¿quién los ha traído? Entren y quédense conmigo. No les haré ningún daño.

La anciana los tomó de la mano y los metió en la casita. Ahí había servida una deliciosa comida: leche con panes azucarados, manzanas y nueces.

Después los llevó a dos camitas con ropas blancas. Hansel y Gretel se acostaron en ellas creyéndose en el cielo.

La vieja aparentaba ser muy buena y amable; pero, en realidad, era una bruja malvada que les ponía trampas a los niños para cazarlos. Había construido la casita de pan para atraer a los pequeños. Cuando uno caía en su poder, lo engordaba, lo guisaba y se lo comía. ¡Eso era para ella un gran banquete!

Tal vez no lo sepas, pero las brujas tienen los ojos rojos y  una muy mala vista; pero, en cambio, su olfato es muy fino, como el de los animales. Desde muy lejos pueden saber si una persona se acerca. Cuando sintió a Hansel y Gretel, se dijo con una risa maligna:

—¡Éstos dos niños son todos míos! ¡No se me escapan!

Se levantó muy temprano en la mañana, antes de que los niños se despertaran. Como los vio descansar tan tranquilos, con aquellas caritas tan sonrosadas y coloreadas, murmuró entre dientes:

—¡Serán un buen bocado!

Agarró a Hansel con su mano seca, lo llevó a un pequeño establo y lo encerró detrás de una reja. El niño gritó y protestó con todas sus fuerzas, pero todo fue inútil.

Luego fue a la cama de Gretel y despertó a la pequeña. La sacudió con mucha fuerza y le gritó:

—Levántate, floja. Ve a buscar agua y cocina algo rico para tu hermano. Lo tengo en el establo y quiero que engorde. Cuando esté bien llenito, me lo comeré.

Gretel se echó a llorar amargamente. No quería que le pasara nada a su hermano. ¡Era su mejor amigo! Pero sus lágrimas no sirvieron, porque tuvo que cumplir las órdenes de la bruja.

Desde ese momento a Hansel le sirvieron comidas exquisitas, mientras Gretel sólo recibía cáscaras.

Todas las mañanas bajaba la vieja al establo y decía:

—Hansel, saca el dedo, que quiero saber si estás gordo.

Pero Hansel, en vez del dedo, sacaba un huesecito. Como la vieja tenía la vista muy mala, creía que era realmente el dedo del niño. Entonces pensaba que era muy extraño que no engordara.

Cuando después de cuatro semanas vio que Hansel continuaba flaco, perdió la paciencia y no quiso esperar más:

—Anda, Gretel —dijo a la niña—, ve a buscar agua de inmediato. Ya no me importa si tu hermano está gordo o flaco, mañana me lo comeré.

¡Qué tristeza tenía la hermanita cuando venía con el agua, y cómo le corrían las lágrimas por las mejillas!

—¡Dios mío, ayúdanos! —rogaba—. ¡Ojalá nos hubieran atacado las fieras del bosque! Por lo menos habríamos muerto juntos.

—¡Basta de lloriqueos! —gritó la vieja—. No te van a servir de nada.

Por la madrugada, Gretel salió a llenar de agua el caldero de la bruja y a encender fuego.

—Primero coceremos pan —dijo la bruja—. Ya he calentado el horno y preparado la masa.