Cuentos de amistad cortos para niños página 7

—¡Somos ricos! —exclamó Hansel, llenándose de ellas los bolsillos.

Gretel dijo:

—Yo también quiero llevar algo a casa.

Y claro, se llenó el delantal de joyas y oro.

—Vámonos ahora —dijo el niño—. Debemos salir de este bosque embrujado.

Caminaron cerca de dos horas y llegaron a un gran río.

—No podremos pasarlo —observó Hansel—. No veo ningún puente y la corriente es muy fuerte.

—Tampoco hay alguna barquita—comentó Gretel—. Pero mira, allí nada un pato blanco. Si se lo pido nos ayudará a pasar el río.

Y gritó:

Patito, buen patito,

somos Gretel y Hansel.

Los mejores hermanos y amigos.

No hay ningún puente por donde pasar;

¿sobre tu blanca espalda nos quieres llevar?

El patito se acercó y el niño se subió en él. Después invitó a su hermana a hacer lo mismo.

—No —replicó Gretel—, sería muy pesado para el patito. Mejor que primero te lleve a ti y luego venga por mí.

Así lo hizo el buen pato. Cuando ya estuvieron en la orilla opuesta y caminaron un poco, el bosque les pareció cada vez más familiar. ¡De pronto reconocieron a lo lejos la casa de su padre!

De inmediato se echaron a correr. Entraron como una avalancha y se colgaron del cuello del leñador. El pobre hombre no había dejado de llorar ni un solo día desde que abandonó a sus hijos en el bosque. Si te preguntas qué pasó con la madrastra, ella ya no estaba más ahí. El padre la corrió por el daño que les había hecho.

Gretel agitó su delantal y todas las piedras preciosas saltaron por el suelo. Mientras tanto, Hansel vació también a puñados sus bolsillos. Desde ese día se acabaron las penas y de ahí en adelante vivieron los tres felices.

El gato y el ratón

Un gato conoció a un ratón. Al poco tiempo se hicieron tan amigos que un día el ratoncito decidió irse a vivir con él.

—Pero tenemos que pensar en el invierno, pues de otro modo pasaremos hambre dijo el gato.

—Tienes razón —dijo el ratón.

—Tú, amiguito, no puedes andar por todas partes. Es posible que caigas en una trampa —dijo el gato para cuidar a su amigo— Yo me encargaré de todo.

Como querían comer bien en el invierno, compraron un platito lleno de dulce. Pero luego se presentó el problema de dónde lo guardarían, hasta que dijo el gato:

—Mira, el mejor lugar para esconderlo es la iglesia. Allí nadie se atreve a robar nada. Lo ocultaremos debajo del altar y no lo tocaremos hasta que sea necesario.

 Así, el platito fue puesto en ese lugar seguro. Pero no había transcurrido mucho tiempo cuando, cierto día, el gato sintió ganas de probar la golosina y dijo al ratón:

—Oye, ratoncito, una prima mía me ha hecho padrino de su hijo. Acaba tener un pequeñuelo de piel blanca con manchas cafés. Por eso tengo que salir hoy. Cuida tú de la casa.

—Muy bien —respondió el ratón— Oye, si te dan algo rico para comer, me traes un pedacito, ¿sale?

 

Pero todo era mentira. Ni el gato tenía alguna prima ni lo habían hecho padrino de nadie. El malvado se fue directamente a la iglesia. Ahí tomó el platito de dulce y se puso a lamerlo. ¡Se acabó toda la capa exterior! 

Luego dio un paseo por los tejados de la ciudad. Después se acostó para que le diera el sol, relamiéndose los bigotes cada vez que se acordaba de la sabrosa golosina. No regresó a casa hasta el anochecer.

—Bien, ya regresaste —dijo el ratón— Estoy seguro de que tuviste un día maravilloso.

—No estuvo mal —respondió el gato.

—¿Y qué nombre le pusieron al bebé? —preguntó el ratón.

—Empezado —dijo el gato secamente.

—¿Empezado? —exclamó su compañero— ¡Pero qué nombre tan feo y raro! ¿Es normal en tu familia?

—No le veo lo extraño —dijo el gato— No es peor que Robamigajas, como se llama tu padre.

Poco después al gato se le antojó de nuevo el dulce y le dijo al ratón:

—Tendrás que volver a hacerme el favor de cuidar la casa. Otra vez me piden que sea padrino y no puedo negarme.