Cuentos de animales para niños página 5

—Bien, ¿qué quiere, pues? —dijo el rodaballo.

—¡Ay, amigo pez! —respondió él—, mi mujer quiere ser emperador.

—Puedes marcharte —replicó el pez—, que ya lo es.

Volvióse el hombre y se encontró con un palacio de mármol bruñido, con estatuas de alabastro y adornos de oro. Ante la puerta, los soldados marchaban en formación, al son de tambores y trompetas. En el interior del alcázar iban y venían los barones, condes y duques como si fuesen criados, abriéndole las puertas, que eran de oro reluciente.

Al entrar vio a su mujer en un trono, todo él un ascua de oro y como media legua de alto. Llevaba una enorme corona, también de oro, de tres codos de altura, toda ella incrustada de brillantes. En una mano sostenía el cetro, y en la otra, el globo imperial, y a ambos lados formaban los alabarderos en dos filas y sus tallas disminuían progresivamente, desde un altísimo gigante que bien alcanzaría media legua, hasta un enano pequeñísimo, apenas más grande que el dedo meñique. ¡Y príncipes y duques a montones!

Acercóse el marido y, colocándose entre todos aquellos personajes, dijo:

—Mujer, ya eres emperador.

—Sí —respondió ella—, soy emperador.

Él la examinó detenidamente durante largo rato y, al cabo, exclamó:

—¡Ah, mujer mía, qué bien te sienta el ser emperador!

—Marido —replicó ella—, ¿qué haces aquí parado? Soy emperador, pero ahora quiero ser Papa; conque ya estás yendo a ver a tu rodaballo.

—¡Pero mujer! —protestó el hombre—. ¿Es que quieres serlo todo? Papa es imposible. Papa sólo hay uno en toda la Cristiandad. No hay que pedir gallerías; eso no lo puede hacer el pez.

—Marido —dijo ella—, quiero ser papa; ve sin replicar, que quiero serlo hoy mismo.

—No, esposa mía —insistió el hombre—, esto no se lo puedo pedir, ya es demasiado; el rodaballo no puede hacerte Papa.

—¡No digas tonterías! —replicó la mujer—. Si puede hacer emperadores, bien podrá hacer papas. Anda, que yo soy emperador, y tú eres mi marido. ¿Te atreves a negarte?

El pobre marido, atemorizado, partió. Sentíase desfallecido; temblaba como un azogado, vacilábanle las piernas y se le doblaban las rodillas. Un viento huracanado azotaba el país; volaban las nubes en el cielo, y una oscuridad de noche lo invadía todo. Las hojas se escapaban, arrancadas de los árboles, y las olas del mar se encrespaban, con un estrépito de hervidero, estrellándose contra la orilla. En lontananza se veían barcos que disparaban cañonazos pidiendo socorro, saltando y brincando a merced de las olas. No obstante, en el centro del cielo aparecía aún una mancha azul rodeada de nubes rojas, como cuando se acerca una terrible borrasca.

Acercóse el hombre lleno de espanto y, con voz en que se revelaba su angustia, dijo:

«Solín solar, solín solar,

pececito del mar,

Belita, la mi esposa,

quiere pedirte otra cosa.»

—Bien, ¿qué quiere, pues? —dijo el rodaballo.

—¡Ay! —respondió el hombre—. Quiere ser Papa.

—Vete, que ya lo es —replicó el pez.

 

Marchóse el pescador, y al llegar se encontró ante una gran iglesia rodeada de palacios. Abriéndose camino entre la multitud, vio que el interior estaba iluminado por millares y millares de cirios, y que su mujer estaba toda vestida de oro, sentada en un trono aún mucho más alto, con tres coronas de oro en la cabeza y rodeada de muchísimos obispos y cardenales. A ambos lados tenía dos hileras de cirios: el mayor, grueso y alto como la torre; el menor, como una velita de cocina. Y todos los emperadores y reyes, hincados de rodillas, le besaban la sandalia.

—Mujer —dijo el hombre después de contemplarla—, ¡ya eres Papa!

—Sí —dijo ella—, soy Papa.

Adelantóse él más y la miró detenidamente, y parecióle que estaba viendo el sol. Al cabo de un buen rato de contemplarla exclamó:

—¡Ay, mujer! ¡Qué bien te está el ser Papa!

Pero ella permanecía envarada, tiesa como un árbol. Sin hacer el menor movimiento. Dijo él entonces:

—Estarás satisfecha, puesto que eres Papa; ya no te queda más que desear.

—Esto me lo pensaré —replicó ella.

Y se fueron a la cama; pero la mujer no estaba aún contenta; la ambición no la dejaba dormir, y no hacía sino cavilar qué más podría ser aún. En cambio, el marido durmió como un tronco, cansado de tanto ir y venir.

Su esposa se pasó la noche revolviéndose en la cama sin pegar un ojo, siempre cavilando qué podría ser todavía, y sin encontrar nada.

Llegó el alba, y al ver las primeras luces de la aurora, la mujer se incorporó en el lecho y clavó la mirada en el horizonte. Y al ver cómo el sol despuntaba y ascendía en el firmamento: «¡Ah! —pensó súbitamente—, ¿no podría yo también hacer que saliesen el sol y la luna?»

—Marido —dijo, dándole con el codo en las costillas—, levantate y vete a ver al rodaballo; quiero ser como Dios Nuestro Señor.

El hombre, que dormía como un bendito, tuvo un susto tal que se cayó de la cama. Pensando que había oído mal, preguntó frotándose los ojos:

—¿Qué estás diciendo, mujer?

—Marido —contestó ella—, eso de que no pueda hacer salir el sol y la luna, no voy a resistirlo. Ya no tendré una hora de reposo: siempre pensaré que hay una cosa que no puedo hacer.

Y le dirigió una mirada tan colérica, que el hombre sintió que le recorría un escalofrío.

—Ve en seguida —le ordenó—; quiero ser como Dios Nuestro Señor.

—Pero mujer —suplicó él, cayendo de rodillas—, esto no puede hacerlo el rodaballo. Emperador y Papa, pase. Te lo ruego, ¡conténtate con ser Papa!

La ira se apoderó de ella; agitando salvajemente la cabellera, se puso a gritar:

—¡Yo no aguanto esto! No lo aguanto ni un momento más. ¿Quieres ir, o no?

El hombre se puso los pantalones y se precipitó a la calle como loco.

Afuera arreciaba la tempestad, de tal modo desencadenada que a duras penas el pescador lograba tenerse en pie. El viento derribaba las casas y arrancaba de cuajo los árboles; temblaban las montañas, y las rocas se precipitaban al mar; el cielo era negro como la pez; estallaban rayos y truenos, y elevábanse altas olas como campanarios, coronadas de blanca espuma.