Simbad el marino página 4

Al
verlo, nos llenamos de terror. Nos quedamos inmóviles. Él se fue a sentar a un
banco enorme que estaba delante de nosotros. Se nos quedó viendo uno a uno.
Luego se paró, fue derecho a mí y me tomó del cuello como si fuera un gatito.
Me dio vueltas y me observó con cuidado. Creo que no le gusté porque me dejó en
el piso. Luego tomó a otro compañero e hizo lo mismo. Así fue hasta que llegó
con el capitán. Lo agarró con sus dos manos y se lo llevó a otro cuarto. Nunca
supimos qué pasó con él.

Al día
siguiente ocurrió lo mismo. Lo peor es que no podíamos escapar porque la isla
no tenía ni montañas o cuevas a donde huir. Estábamos tan desesperados que un
comerciante dijo:

—Vamos
a tirarnos al mar. ¡Yo no quiero que me coman!

—No
podemos hacer eso —le dije—. Ni siquiera sabemos qué les pasa a los hombres que
se lleva.

—¡Tenemos
que acabar con él! —dijo otro.

—Creo
que él es demasiado fuerte —dije—. Mejor construyamos una barca. Si no lo
logramos, de todos modos será mejor que caer en sus peludas manos.

De
inmediato nos fuimos a la playa para construir la balsa. Al terminarla, pusimos
frutas y agua fresca. No podíamos salir porque era de noche. Por eso tuvimos
que regresar al palacio. Ahí vimos de nuevo al gigante, que tomó a uno más de
nosotros.

Cuando
vimos que el monstruo se durmió, le amarramos los pies. Luego lo despertamos.
¡Al intentar levantarse se dio un golpe muy fuerte en la cabeza! Estaba furioso
y lanzaba gritos terribles. Nosotros aprovechamos para escapar.

Corrimos
hacia la playa. Al llegar a nuestra barca vimos al gigante acompañado de una
hembra que era todavía más grande y fea que él. Ellos comenzaron a lanzarnos
piedras enormes. No todos logramos salir vivos de aquella terrible aventura. 

Al final, mis dos compañeros que sobrevivieron y yo, logramos llegar a otra isla. Ahí comimos y descansamos. Al caer la noche, subimos a un árbol para dormir con tranquilidad. Así lo hicimos, pero al despertar vimos a una serpiente tan gruesa como el tronco en el que estábamos. Nos quedamos muy quietos, pero ella atacó. Saltamos y corrimos a la playa. En nuestra huida, mis compañeros y yo nos separamos y nunca supe nada más de ellos.

Yo sabía que, al llegar la noche, la serpiente atacaría de nuevo. Para mi suerte, se me ocurrió una idea. Fui a buscar leña y encontré algunas grandes tablas que me servirían. Me amarré una a la cabeza, otras en cada brazo, un par en las piernas y por último una en la espalda y otra en el pecho. Luego me acosté en la playa, dispuesto a dormir.

En cuanto se hizo de noche, la serpiente fue a atacarme. Abrió su boca enorme e intentó comerme, ¡pero no pudo! ¡Las tablas funcionaron! Toda la noche lo intentó. Me arrastró de un lado a otro, pero no logró comerme, aunque me lastimó mucho. Al amanecer por fin me dejó libre. Ella se alejó furiosa.

Cuando estuve seguro de que se había ido, me desaté. Me acerqué al mar. Tuve tanta suerte que ¡en ese momento pasó un barco!

Al verlo, grité y moví los brazos como loco. Luego me quité mi turbante, lo amarré a un palo como si fuera una bandera y lo agité lo más alto que pude. Pocos minutos después vi que el barco daba la vuelta hacia donde yo estaba. 

Al
subir a la nave, me ofrecieron ropa y comida. Luego conté lo que me había
pasado en esa isla y navegamos con tranquilidad. Al llegar a un puerto, me puse
triste porque no tenía mercancías para vender. Entonces el capitán me dijo:

—Hace
mucho tiempo un hombre que venía en este barco se perdió. Dejó una gran
fortuna. Si usted la vende, puede quedarse con una parte de la ganancia. Luego
le dará lo que le corresponde a la familia del comerciante perdido.

Yo me
puse muy contento. Le agradecí y pregunté:

—¿Cómo
se llamaba ese hombre, capitán?

—Simbad
el Marino.

—¡Pero
si yo soy Simbad el Marino! —grité.

Entonces
me fijé muy bien en él y descubrí que era el capitán del barco que me había dejado
en la isla donde me quedé dormido.

—¿No
me reconoce? Soy el comerciante de Bagdad. Me dejaron en una isla por quedarme
a descansar.

—¿Cómo
puedo saber que eso es cierto? —preguntó el capitán.

—Muchos
vendedores de diamantes me vieron. Se les puede preguntar.

Cuando
dije eso, un comerciante se acercó a mí. Me observo de pies a cabeza.

—Nadie me creyó cuando conté tu magnifica historia. Un día vi a un hombre atado a un pedazo de carne que volaba en un gran pájaro. ¡Él es ese hombre¡¡Es Simbad el Marino! —dijo el comerciante.

El capitán me reconoció también y me entregaron mi fortuna. Luego la vendí, por lo que hice mucho dinero. Después volvimos a Bagdad.

Al terminar esta historia, Simbad dijo:

—Amigo Simbad el Cargador. ¿No crees que tuve una vida más difícil que la tuya?

—Disculpa, señor, si te hice enojar de algún modo.

—No fue así. Al contrario, quiero que seamos amigos por siempre.

Y así fue. Se cuenta que la amistad entre el Marino y el Cargador, no terminó nunca.